Alemania lleva medio siglo cubriendo la escasez de trabajo con "trabajadores invitados". La fórmula ha funcionado durante años, pero a decir de Angela Merkel, "por supuesto, la tendencia ha sido decir: vamos a adoptar el multiculturalismo y viviremos felizmente unos al lado de otros, unos con otros. Pero esa idea ha fallado; ha fallado por completo". Por completo no. Se han creado, en el lenguaje eufemístico de allí, "sociedades paralelas". Comunidades distintas, autónomas, colindantes pero separadas. Era una concesión al multiculturalismo, en la confianza en que los trabajadores no estarían muchos años en el país. Pero muchos se han quedado, sin que ello haya supuesto una integración en la sociedad alemana.
¿Quién iba a pensar que una forma de plantear la convivencia que renuncia a la integración haya fracasado en integrar a los inmigrantes? Pues así ha sido. Es cierto que las minorías rusa o china han sabido mantener los lazos con sus culturas con una convivencia sin mayores fricciones en Alemania. Pero algunos de los 2,5 millones de turcos que viven allí están en el corazón de muchos de los problemas de seguridad de aquél país. Alemania está sacudida por la polémica que ha generado un libro de un ex directivo del Bundesbank que señala al islam inmigrado como fuente de los mayores problemas de su sociedad.
El multiculturalismo procede del desprecio por nuestra propia cultura. En una concesión a nosotros mismos, nos otorgamos el mismo valor que a cualquier otro conjunto de costumbres y creencias con las que otras sociedades organizan su vida. Querer mostrar nuestra civilización (la única que merece ese nombre, por otro lado) como superior a las demás sería un ejercicio de "imperialismo" intolerable. Y, por tanto, no nos proclamamos mejores ni mostramos orgullosamente que lo somos ni las razones de ese orgullo. El propio desprecio alimenta el desprecio venido desde fuera. ¿Cómo no podría causar problemas?
Hay conservadores que quieren lograr esa asimilación por la vía rápida: obligando a que aprendan el propio idioma, fomentando debates sobre el verdadero ser nacional o recurriendo a la escuela para inculcar los valores correctos. Pero la clave para la integración es otra. Es la mirada del que llega, que debe ser de una profunda admiración y de un deseo genuino de formar parte de la sociedad a la que se llega. Pero esa admiración debe comenzar por nosotros mismos, que tenemos el deber de conocer nuestra cultura, apreciarla, defenderla y, en lo posible, mejorarla. Una mejor inmigración debe comenzar por nosotros mismos.