Barack Obama llegó a la Casa Blanca con la pretensión de imprimir un cambio de largo alcance en la política de los Estados Unidos. Y lo que hizo fue forzar la marcha del camino que ya había adoptado el país; un camino que dejase la excepción americana en un período de la historia. Obama presidiría en un mundo multipolar, con un dólar que fuera sólo el primus inter pares. EEUU adoptaría el fracasado modelo económico y social de los miembros de la Unión Europea y encorsetaría la sociedad con la corrección política, que nos ahorra el trabajo de pensar por nosotros mismos a costa de un reproche constante a media sociedad por ser como es y pensar como piensa.
Si los biempensantes europeos están decepcionados con Obama es porque no ha podido ir suficientemente lejos por ese sendero. Los Estados Unidos, en definitiva, son una sociedad abierta y libre y tienen un sistema político profundamente democrático. Y aunque la presidencia se ha arrogado un poder creciente, la dirección política sigue dependiendo en gran medida en el Congreso. Y Obama ni ha logrado convencer a una mayoría que le apoye en las Cámaras ni ha sabido negociar con ellas.
El pueblo de los Estados Unidos ya dio un aviso en 2004, cuando John F. Kerry se rodeó de famosos para apoyar su candidatura y fue rechazado. Ha dado muestras de desconfianza poniéndole un freno democrático a Obama. Y cuando Hillary Clinton prometía un futuro de esplendorosa corrupción y corrección política a raudales, manejado por el establishment, el pueblo ha decidido ponerle freno.
Y para ello ha elegido nada menos que a Donald Trump. Vive en un ático de tres pisos en Manhattan, condado del que es medio dueño, y encadena bellezas por esposas. Su álbum de fotos es una crónica del poder en los Estados Unidos, como las imágenes que acreditan su cercanía a los Clinton, a cuya corrupta causa anegó de dinero. Esa intimidad con el establishment le otorga la credibilidad que no tuvieron otros populistas, como William J. Bryan, pero de la que sí gozó, por ejemplo, Theodore Roosevelt. Tiene la credibilidad del renegado, la del poderoso que habla con el lenguaje del hombre común. "Los hombres y mujeres olvidados no quedarán ya en el olvido", ha dicho. Y a él le han creído. Desengañémonos, no es el fin del establishment, sino la imposición de nuevas normas de juego. Pero reconozcamos que este payaso es el instrumento de una democratización de la política de los Estados Unidos.
La Universidad es donde millones de estadounidenses engullen la ideología aceptable, y quienes han pasado por ella le rechazan. No ha sido suficiente. Las mujeres, a las que Trump ha insultado con sinceridad, le han hurtado el voto. No ha sido suficiente. Los inmigrantes y algunas minorías, que tienen motivos para temerle, le han evitado. No ha sido suficiente. ¿Entonces? ¿Quién le ha apoyado? El americano blanco medio, que, pese a todos los temores del Partido Republicano, sigue siendo mayoritario. Por otro lado, literalmente por otro lado, Hillary Clinton no ha convencido a las minorías. Un candidato que fuese la mitad de corrupto de ella a lo mejor habría vencido, aunque también hubiese acabado en la trena, que es el destino de la Clinton.
Trump es el emisario del miedo. El miedo a la diversidad, a la pérdida de identidad, a la globalización que se lleva los trabajos, a las élites que deciden por nosotros y nos insultan cada vez que hablan. Es el candidato del freno, no el del cambio. Encontrarlo es el trabajo que tiene ahora el Partido Republicano.