La muerte, su vieja aliada, no ha tenido prisa por acoger a Santiago Carrillo. Ha sido el epítome del dirigente comunista. Traicionó al PSOE, sacando a sus crías del nido socialista para entregárselas al Partido Comunista. Servil ante Moscú, cómplice de sus objetivos y métodos, fue instrumento de su estrategia para subvertir la democracia y sustituirla por el socialismo real, la dictadura real, el genocidio real, la real anulación del individuo.
La Historia –esa vieja fregona, en palabras de Quevedo– le dio la ocasión de empapar con el rojo de sus símbolos la tierra de Madrid. No la desaprovechó. En el primer noviembre de la Guerra Civil organizó, en compañía de otros, una matanza sistemática, científica, como decía Marx que era el socialismo. En Paracuellos se iban a depurar los crímenes de miles de madrileños. El crimen de ser católico, el crimen de ser de derechas, el crimen de ser republicano desafecto a la revolución. El crimen de no ser como él.
Santiago Carrillo sabía de todo ello, porque él lo organizó. Lo dicen las pruebas. Y su conciencia desde aquel 1936 hasta el momento de su desaparición.
Luego, desde el exilio, quiso reemplazar la dictadura franquista por otra mucho peor. Colaboró con el maquis, grupos terroristas que chocaron con la nula voluntad de cambio, o de lucha por el cambio, de la sociedad española. Pero no se iba a quedar ahí. Sus 97 años dieron para que la historia le otorgara más oportunidades que las que merecía.
En la Transición llegó su mejor momento. Dio por buena la monarquía democrática, se presentó ante los españoles de la mano de Manuel Fraga y contribuyó como pocos, muy pocos, a la convicción de los españoles de que había llegado la ansiada hora del recuerdo sin venganzas, de los debates sin pistola, del cambio político sin cambio de régimen. En España, si un desconocido llamaba a tu puerta sería un vendedor del Círculo de Lectores.
Pero el viejo escorpión tenía mucho veneno que instilar. Aprovechó las trincheras de los medios, bien protegidas del punto de mira de la Historia, para blanquear su pasado, para parar la hemeroteca en los años posteriores a la muerte de Franco. Y fue deshaciendo el gran paso de la Transición con pequeñas pisadas hacia la intolerancia, el sectarismo, el odio, la SER. Ciertos jóvenes, por ignorancia o de manera culposa, lo han convertido en referente. Aun finado, seguirá siendo portavoz de su primera y última amante, la muerte.
Su desaparición me ha recordado el epitafio a un pecador que escribió Francisco de Quevedo:
Gusanos de la tierra
comen el cuerpo que este mármol cierra.
Mas los de la conciencia,
en esta calma,
hartos del cuerpo ya, comen el alma.