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José Carlos Rodríguez

Bilderberg y la conspiranoia

Una conspiración a gran escala sólo puede prosperar en sociedades oprimidas por un poder totalitario. Y, desde luego, no podrían tener un carácter enteramente secreto. Por eso sí había una conspiración comunista.

Este jueves comienza la reunión del club Bilderberg en España, que acabará el domingo siguiente. Este centro de debate privado, que es poco más que eso, ha sido personaje estrella de nuevas versiones de la conspiranoia universal. Los judíos, los masones, los banqueros o todos ellos juntos se han convertido en estrellas involuntarias de relatos fantásticos sobre secretos planes para controlar el mundo. Franco tenía su propia teoría con tres patas, a falta de una.

La conspiranoia es la idea de que hay un plan detrás de los grandes acontecimientos, que no son sino pasos para un control de la sociedad al servicio de unos intereses. Controlando toda la maquinaria conspiradora está un grupo de personas que actúa con total secretismo. En ocasiones (como los masones o los judíos), con continuidad histórica. Los políticos son siervos de sus intereses. Los medios de comunicación, las grandes empresas, se mueven a su dictado, y el público vive su vida, ignorante de los manejos que la condicionan.

Contra lo que pudiera parecer, no es necesario ser estúpido para creer en estas cosas. Umberto Eco cuenta, en Apocalípticos e integrados, que ciertas formas de la cultura comercial están diseñadas por los sospechosos habituales. Pero siempre es bueno compartir con los fieles de este gnosticismo una buena ración de pereza intelectual, como Naomi Klein en No Logo y la legión de estólidos que se creen a pies juntillas que hay un conglomerado de intereses político-económicos que lo controlan todo.

Hay varias razones que explican que las conspiranoias no pasen de ser mala literatura de ficción. Lo poderoso es que sus narradores le dan un sentido a los acontecimientos, pero lo que les falta siempre son las pruebas. Es todo una suerte de indicios, bien seleccionados y retorcidos. Pero nunca hay una pistola humeante. Es siempre un relato sugerente, pero incompleto; mal cosido a base de retales de diversas procedencias. Aunque aquí, claro, entra el genio literario de cada cual.

Pero la principal razón que prueba la falsedad de todas las teorías conspiranoicas en las sociedades libres es que no tienen en cuenta lo más importante, que es la gente. Los políticos pueden mentir a la población, y de hecho lo hacen constantemente. Pero en las sociedades democráticas hay un límite a la capacidad de manipulación de los políticos, y es la que imponen las urnas. Los medios de comunicación, como las empresas, responden a intereses muy distintos, incluso contrapuestos, algo propio de las sociedades abiertas y libres. Y las empresas se deben a los consumidores. Las que sirven sus intereses, prosperan, y las que intentan imponerle los suyos tienen pérdidas, y desaparecen; tal es la ley del mercado. Una conspiración a gran escala sólo puede prosperar en sociedades oprimidas por un poder totalitario. Y, desde luego, no podrían tener un carácter enteramente secreto. Por eso sí había una conspiración comunista, que era más bien una estrategia comunista de dominación mundial. Pero esa es otra historia.

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