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José Antonio Monago

Cambio cultural

Para lograr el cambio cultural basta que un gobierno, por ejemplo el que presido, se dedique a gestionar con prudencia la cosa pública y no aspire más que a poner los medios para que los ciudadanos piensen, actúen y den lo mejor de sí mismos con libertad.

Sintetizar en una columna lo mucho que ha ocurrido en mi primer año al frente del Gobierno de Extremadura se me antoja una tarea en cierto modo tramposa si se tratara únicamente de exponer meticulosamente una larga lista de nombramientos, disposiciones organizativas, actuaciones administrativas, medidas legislativas o iniciativas presupuestarias, por muy ambiciosas o de largo alcance que fueran todas y cada una de estas acciones, muchas de ellas incluso tan arduamente meditadas, tan delicadamente ensambladas sus piezas, que podrían entenderse sin temor a equivocarse como mecanismos de orfebrería institucional.

Digo que sería una labor inexacta o en cierto modo adulterada porque aferrarse a un mero relato de hechos, palabras y documentos nos deja una visión de la realidad fragmentada, invertebrada, caleidoscópica, que será todo lo prolija que queramos pero que está lejos de esa impresión vívida, ese fulgor exacto que buscan todos los que realmente quieren conocer la verdad fundamental sobre cualquier cosa. Y además sé perfectamente que un medio como Libertad Digital, tan impregnado de filosofía, pretende captar por imperativo ético de sus profesionales ese motor último o esa ánima subyacente de los acontecimientos que van sucediéndose en la superficie.

Bien podría decir, y estaría en lo cierto, que el primer año de Gobierno del Partido Popular de Extremadura ha consistido en una lucha heroica contra unas cifras envenenadas que nos legaron amablemente con gesto de tahúr taimado o que, como la última espoleta de un campo minado, se nos arrojó desde una catapulta que buscaba lapidarnos justo cuando salíamos a la superficie después de tantos años de exilio interior. Podría decir, y sería también cierto, que los populares extremeños no nos desentendimos de esa criatura deforme que había surgido de unas cuentas públicas retorcidas, sino que nos conjuramos para sanarla y dotarla de unas proporciones sensatas, de una armonía razonable, de un equilibrio suficiente.

Un desafío de proporciones épicas si se tiene en cuenta que nos ha obligado a actuar innumerables veces, una tras otra, totalmente en contra de nuestros impulsos elementales de altruismo, de nuestros deseos personales y de nuestra disposición natural a contentar a todos aquellos que nos piden ayuda con honestidad. Pero, eso sí, jamás en contra de lo que nos dictaban nuestra conciencia, nuestros principios y nuestro raciocinio.

También podría decir, y seguiría acertando, que mis primeros doces meses como presidente de Extremadura han estado marcados por una faena si cabe tan titánica como la anterior: el adelgazamiento progresivo de un mastodonte administrativo que bloqueaba de raíz cualquier intento sano de avance social y progreso económico. La Junta era un aparato voraz que lo fagocitaba todo y al que todos se debían. Su perímetro vital era tan vasto que echaba a codazos cualquier intento de la empresa privada por hacerse un lugar digno desde el que desarrollarse con fortaleza. Como no podía ser de otra forma, le ha tocado al Partido Popular acometer el gigantesco esfuerzo que supone la responsabilidad de situar en su justa dimensión a un ente que se creía con derecho natural a abarcar todos los espacios.

Ambos vectores, que han guiado las políticas de mi gobierno -el de la lucha contra el segundo déficit más alto de España y el de la disminución del peso del sector público más invasivo de España-, están en la hoja de ruta que se sigue a pie juntillas desde nuestro puente de mando. Sin embargo, más profundo que ellos se encuentra otro desafío todavía más ambicioso pero cuya meta está seguramente más cerca de lo que muchos pensarían: estimular un cambio cultural en la sociedad extremeña.

Me explico. Cualquiera con un mínimo de sentido común sabía desde hace tiempo que algún día la sociedad civil tendría necesariamente que ser capaz de valerse por sí misma sin esa dependencia nociva que provocan los narcóticos de un modelo que se creía omnisciente como el loco que se cree Napoleón. Y ya no me estoy refiriendo al estado como mero aparato administrativo, ni siquiera como complejo económico que ha movido un presupuesto a su alrededor como un aspersor que, sin ton ni son, riega el césped circundante. Hablo de las mentes y los corazones de los individuos. Me refiero a todo un entramado de prejuicios, lugares comunes, ejes izquierda-derecha paralizantes, consignas vacuas, comportamientos sin autonomía y actitudes inoperativas que han impedido que los extremeños den un paso al frente y empiecen a creer en sí mismos.

Para lograrlo basta que un gobierno, por ejemplo el que presido, se dedique a gestionar con prudencia la cosa pública y no aspire más que a poner los medios para que los ciudadanos piensen, actúen y den lo mejor de sí mismos con libertad. Sé que muchos nos temen justamente por esto, porque, en el fondo, no les gusta aquello que el Ingenioso Hidalgo describía como uno de los "más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos". Y yo diría que es justamente el más precioso de todos: la Libertad.

José Antonio Monago es el presidente del Gobierno de Extremadura 

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