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Columna publicada el 29-07-2008
La nostalgia feroz por cualquier otra época menos ésta va a ser el último refugio de los optimistas que creen en el futuro. Porque presente no tenemos ninguno en España. Otra sentencia, tan preestablecida y previsible, tan de mala fe, tan odorienta y tan de encargo como la que condenó al juez Gómez de Liaño y que ha denunciado el Tribunal de Estrasburgo, ha establecido lo que nos temíamos pero no nos atrevíamos a preguntar: Que los tiempos, por comparación más respirables, de Quevedo y Góngora, graciosos tiempos del absolutismo, se han terminado (en realidad, la libertad de expresión lleva una década terminándosenos, desde que llegaron los "buenistas"), sustituidos por el humor del Boletín Oficial del Estado, el único permitido porque es el único que no molesta.
Lo de menos es que esa sentencia haya condenado a Jiménez Losantos por "entrometerse ilegítimamente" (sic) en el vagaroso honor del entonces director de ABC, José Antonio Zarzalejos. En realidad condena cualquier opinión, a partir de ahora sospechosa e imputable por definición. Por lo menos el ministro Fraga hacía por disimular la dictadura cuando era ministro de Información, pero la juez que ha condenado a Jiménez Losantos ni se molesta en ocultar lo que realmente está pasando aquí. Se han acabado las tonterías de que el único límite para la libertad de prensa es el código penal. No, señor. El único límite es quien manda aquí. ¿Quevedo, Góngora? Hoy no pasarían un día fuera de la cárcel, reconoce la judicatura española, no homologada con las democracias. Los de La Codorniz sobrevivieron a Franco, pero no podrían con Gallardón ni Zarzalejos. Ahí te querría yo ver, escopeta.
Más que probablemente debiéramos dejar el derecho al honor, tan espectral, en los sanos dominios do moraba: en el bosque, al amanecer y con padrinos, no en los juzgados. El derecho al honor no debiera existir más que en los duelos a pistola o a espada, y no andaban tan errados en Uruguay (¿o era en Paraguay?) cuando han mantenido hasta hace nada la legalidad de la satisfacción sangrienta, porque me creo que es la más democrática, o desde luego la menos totalitaria. Escribía el ensayista Paul Johnson que es una pena que los escritores y los periodistas ya no se den de puñetazos para dirimir sus diferencias, porque desde que todo es más civilizado el clima se ha vuelto mucho más enrarecido, y algo hay de eso. Por haber abolido los duelos particulares, lo que contribuyó a un aumento espectacular de la cobardía, nos ha crecido ahora este monstruo: el Gobierno y los jueces queriendo decidir qué debemos pensar y qué no podemos decir en según qué época.
Puedo decir de mí que he escrito calificativos mucho peores que los solamente hablados por Losantos sobre gentes muy principales y nunca me enjuiciaron por ello. Se conoce que tuve la suerte de escribirlos en la época de Quevedo y Góngora, que ha durado felizmente cuatro siglos, hasta ayer mañana. A partir de hoy, ambos los dos han ido a hacerle compañía a Barón de Montesquieu, en el mismo féretro. Van a estar un poco apretados.
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