Es sabido que el deplorable funcionamiento de la justicia en España deriva en parte del modelo de control por parte de los partidos políticos que se instauró con la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985. Ese control se sustenta sobre la elección parlamentaria de todos los vocales del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Para calibrar en qué medida esa elección partidaria influye en el poder judicial, debe tenerse en cuenta que su órgano de gobierno tiene encomendadas funciones de selección, formación y promoción profesional de los jueces, así como el ejercicio de su régimen disciplinario por infracciones que no constituyan delito.
Se repara menos, empero, en otros factores que contribuyen a esa situación. Para empezar, tenemos una incoherente organización de los juzgados y tribunales. Vemos que, aunque la Constitución proclama que los jueces son independientes, inamovibles, responsables y sometidos al imperio de la ley, así como que les corresponde en exclusiva la potestad jurisdiccional (Art. 117) se les priva de tener bajo un control directo a su personal de apoyo, sin interferencias administrativas. Esa jefatura inmediata además de configurar un baluarte para su independencia, haría más fácil determinar la responsabilidades de los funcionarios asignados a un tribunal concreto, incluidos los propios jueces.
Por el contrario, en un principio, los legisladores atribuyeron al Ejecutivo (a través del Ministerio de Justicia) tanto la iniciativa para la creación de nuevos juzgados, la provisión material de medios y una concurrente potestad disciplinaria sobre sus funcionarios. En un paso más estrafalario si cabe, se abrió la posibilidad de que las CCAA gestionaran las dos últimas competencias, excepto la potestad disciplinaria sobre los secretarios judiciales.
Una distribución de competencias más congruente con los fines propuestos al Poder Judicial exigiría que su órgano de gobierno asumiera la ejecución del presupuesto destinado a la administración de justicia, con los límites fijados por las Cortes, así como la inspección y el régimen disciplinario último sobre todo el personal de los juzgados.
Lo dicho hasta ahora tiene consecuencias directas para los ciudadanos que buscan justicia. Someter a la inspección de tres autoridades a los funcionarios provoca disfuncionalidades frecuentes, como se observó en la cadena de omisiones que permitieron que un condenado, cuya pena de prisión estaba pendiente de ejecutar, asesinara a la niña Mari Luz en Huelva. En la mayoría de los casos, no obstante, la responsabilidad por errores, omisiones o negligencias graves queda diluida entre todos los participantes.
En segundo lugar, suele decirse por parte los funcionarios que prestan sus servicios en la administración de justicia que el marasmo judicial se debe a la creciente carga de trabajo que soportan, la cual superaría con mucho los medios de que disponen.
Esta queja es parcialmente cierta, pero tiene más relación con la judicialización de demasiados conflictos que comporta la inflación de leyes sustantivas y procesales. Ambos tipos de normas sufren constantes cambios –a veces contradictorios, otras redundantes– lo cual complica la tramitación de los asuntos jurisdiccionales por parte de funcionarios falibles. Una poda urgente de todas las normas que conducen irremediablemente al incremento de la litigiosidad se hace necesaria.
Aun con todo, no es menos cierto que la planta judicial ha crecido notablemente durante estos años y que, al mismo tiempo, se ha reducido el tiempo previsto para la actividad judicial. Bajo la premisa de que las actuaciones judiciales sólo pueden realizarse en tiempo hábil, tradicionalmente se consideraban inhábiles los domingos y festivos, el mes de agosto y las horas nocturnas. A partir del año 2004, se añadieron los sábados, si bien esas limitaciones no rigen para la instrucción de las causas criminales y cabe la habilitación de días y horas para las actuaciones que se declaren urgentes por las leyes procesales o por el juez.
En la práctica, sin embargo, los horarios y la jornada laboral del personal de las oficinas judiciales se solapan absurdamente con el previsto para los juicios, en un horario que se prolonga desde las diez de la mañana a las dos de la tarde, en general. De esta manera, la atención al público queda limitada a un breve espacio de tiempo.
En consecuencia, si realmente se quiere acabar con la acumulación de asuntos en los juzgados, deberían habilitarse legalmente el mes de agosto y los sábados para las actuaciones judiciales y aumentar el horario de atención al público.