Pío Moa y yo hemos empezado un debate sobre la inclusión del régimen actual en la historia de España y, dentro de lo que cabe, acerca de su futuro. Polemizamos en torno a un tema complejo limitándonos a la sencillez del espacio y de la forma, y en consecuencia solamente esbozando aquellos elementos que permitan al lector crear una opinión.
En su último artículo, el señor Moa afirmaba que existen semejanzas entre la Restauración de Alfonso XII y el régimen actual, de manera que nuestro tiempo puede llamarse "Segunda Restauración". En su opinión tales semejanzas son que volvieron los Borbones, el "constituir un régimen de libertades (...) mucho más democrático el actual que el de Cánovas", el enfrentamiento con "mesianismos de izquierda y separatistas", y que el terrorismo ha quebrado ambos sistemas.
Lo primero es aparentemente obvio. La gran diferencia está en que Alfonso XII fue un Borbón que sustituyó a un régimen que pasó por la dinastía de Saboya y un caos republicano con insurrección cantonal incluida, al que siguieron dos años de guerra civil entre liberales y carlistas. Es decir; entre Borbón y Borbón hubo un cambio democrático de Casa reinante y el colapso de un régimen, que dieron lugar a la combinación de un movimiento civil liderado por Cánovas y un pronunciamiento militar que propiciaron el retorno del príncipe Borbón. Y, a todo esto, una parte significativa del país contestó con la guerra civil hasta 1876 para poner en el Trono a otro Borbón. En cambio, muy lejos de conflictos de tal envergadura, la entronización de D. Juan Carlos se produjo después de que el régimen de Franco se definiera como Reino, hubiera una ley de sucesión, y las instituciones del sistema apoyaran la herencia y la reforma.
En este sentido, para que hubiera similitud entre "las Restauraciones", los generales Prim y Serrano, tanto como Sagasta, Ruiz Zorrilla o Cristino Martos, tendrían que haber preparado la vuelta del príncipe Alfonso. A esto, los republicanos de Castelar, Pi y Margall y Salmerón, y los socialistas de la Internacional deberían haber aceptado la Monarquía y a los Borbones, incluida Isabel II, como cien años después se hizo con D. Juan. Es más, los carlistas de Carlos VII tendrían que haber depuesto las armas, o ser un movimiento tan exiguo como en 1976.
También asegura el Sr. Moa que la Restauración de Alfonso XII y el régimen actual tienen en común "el enfrentarse a los mesianismos de izquierda y separatistas". No creo que la Monarquía parlamentaria de la Constitución de 1978 esté precisamente pensada para ese enfrentamiento; sobre todo cuando podemos ver a algunos de esos "mesías" ocupando cargos públicos. Tampoco durante el reinado de Alfonso XII hubo un enfrentamiento descarnado con la izquierda, ni siquiera con los republicanos. Por ejemplo, el último pronunciamiento republicano del XIX, en 1886 en Madrid, ya muerto el rey, se saldó con la constatación de que la ciudadanía se había percatado de que los tiempos habían cambiado, porque ni se inmutó, y con una amnistía dada de inmediato por la Regente. En cuanto al PSOE, fundado en 1879, fuera de martirologios es fácil constatar que no hacía falta mucha persecución. Un caso: Pablo Iglesias consiguió en las elecciones de 1895 en el distrito de Universidad de Madrid apenas un centenar de votos, frente a Isaac Peral –sí, el inventor– que logró más de 5.000.
Los anarquistas fueron perseguidos cuando algunos, un grupo pequeño, y que además no todos eran españoles, se metieron a terroristas; pero en ningún caso llegaron a la cifra de 1.000 muertos, ni estaban afincados en una región, sino en toda Europa. El asesinato de Cánovas, el primer magnicidio tras el de Prim en 1870, lo perpetró un italiano, y fue en 1897, veintidós años después de la Restauración de Alfonso XII. Era aquél un terrorismo en todos los sentidos muy distinto al de ETA: la propaganda por la acción de los anarquistas, frente a la presión violenta al Estado que hace ETA para conseguir la independencia de un territorio, utilizando las instituciones y un partido político. Por ejemplo, los anarquistas no pretendían sentarse con el Gobierno para pactar la separación de una zona del país.
El separatismo de zonas de España no constituyó un problema durante la Restauración de Alfonso XII, salvo para el caso de Cuba, en guerra desde octubre de 1868 –un mes después de la expulsión de los Borbones–, que seguía teniendo una administración colonial, no preferencial como es lo que establece la Constitución de 1978 para las "nacionalidades históricas". No podemos comparar un problema colonial con un nacionalismo separatista interno; es como si para Gran Bretaña pusiéramos al mismo nivel a Escocia y a la India.
La cuestión de la Monarquía en España no es artículo de fe. España se fragua como nación, una de las más antiguas de Europa, a través de la institución monárquica, que es la que le da cuerpo, coherencia y unidad tanto jurídica como dinástica; es más, le aporta sus símbolos nacionales: escudo, bandera e himno. No hace falta recurrir a Menéndez Pelayo, sino a historiadores más cercanos y modernos, para seguir la trayectoria de la identidad española, vista desde el resto de Europa y desde dentro. Y en ese camino, la Monarquía se fue adaptando, a veces a la fuerza, a los cambios que demandaba la nación.
La forma monárquica de hoy es una convención política, como el resto del entramado institucional que llamamos democracia liberal. Pero las naciones con vocación de continuidad y estabilidad mantienen un equilibrio entre conservación y reforma, pensemos otra vez en Gran Bretaña, o en Estados Unidos. El emprender un proceso constituyente que se cargara la Monarquía sí sería hacerle el juego a los que sueñan con la independencia de su región para instaurar un miniestado totalitario. La razón es que se partiría de que hay que fundar el Estado partiendo de los territorios, de forma voluntaria y sin condicionantes porque sin la Monarquía no existiría ningún anclaje histórico común.
En la historia de España como nación, salvo dos años de I República –siendo generoso– y seis de Segunda, siempre ha sido un Reino o varios, aunque sea con distintas dinastías o sin príncipe coronado. Con esta trayectoria desde los visigodos, o la Reconquista si se quiere, no sería conveniente llamar al periodo de historia que vivimos "Segunda Restauración", porque el hecho distintivo de nuestra época es la democracia liberal, no la monarquía en las personas de la Casa Borbón. Más apropiado es hablar de "Instauración" porque nunca antes había España disfrutado de un régimen más libre y democrático que éste, aún contando con todos sus fallos.
Por último, y para que no quede en el aire, el señor Moa me atribuye el reproducir la "actual ideología del PP", lo cual me parece una afirmación muy optimista. Primero, porque ha resuelto el enigma de si el PP tiene una ideología, varias o ninguna. Tiene una. Y, además, ésta posee el carácter filosófico de "ideología"; es decir, un conjunto de ideas sólidas que forman un todo coherente. Y, segundo, es optimista porque da a entender que el PP es un bloque homogéneo, sin fisuras, ni personales, ni estratégicas o de planteamientos políticos.
El debate sigue abierto, claro, aunque no podamos intercambiar el señor Moa y yo más artículos al respecto en esta sección. Por cierto, Pablo Molina ha escrito en sublogque yo apuesto por la confederación española, confundiendo en mi artículo la exposición de una posibilidad con la de un deseo. Lo siento, pero yo no defiendo la confederación, ni siquiera la de Vivien Leigh enLo que el viento se llevó. Y Molina termina diciendo que la Constitución Española es "una carta otorgada de dudosa legitimidad a la que ni siquiera el hecho de que fuera validada en referéndum posterior impide esta calificación". A esta destrucción masiva de cualquier marco legal, incluido el Código de la Circulación y los Reglamentos de las Comunidades de Vecinos, por vía de la presunción consecutiva de ilegitimidad, creo, con sinceridad, que no me queda espacio suficiente para contestar. Otro día.