Una de las cosas que ha quedado clara con la independencia de Kosovo y la virtual de Osetia del Sur y Abjazia es la debilidad de la Unión Europea frente a los nacionalismos totalitarios. Los referendos independentistas en esas dos regiones georgianas, nunca reconocidos como legales ni vinculantes por el Gobierno de Tiflis, fueron el principio del fin de la unidad de Georgia. Ya no había marcha atrás. El independentismo revestido de legitimidad popular dio el paso contando no sólo con la ayuda del nuevo imperio ruso, sino dando por supuesta la inacción de Occidente.
La claudicación preventiva de la Unión Europea está dando alas a los nacionalistas etnolingüísticos, paradójicamente en la era de la globalización y del derribo de fronteras. Este proceso de las últimas décadas se caracteriza por la transformación de una peculiaridad cultural o de una anécdota histórica en la seña de identidad de un grupo nacional que, casualmente, encuentra en su independencia su razón de ser y la solución a sus dificultades seculares. El problema no está en que una nación decida darse su propio régimen, sino en que su proyecto político se fundamente en la eliminación de la diversidad a través del Estado; es decir, en el fin de la libertad y la marginación de "el otro".
Si alguien pensaba que el ingreso en la Unión Europea supondría una seguridad para sus fronteras interiores, es hora de que se vaya despertando. Ese "derecho de autodeterminación", o "derecho a decidir" que dicen ahora los filólogos de partido, que están dispuestos a ejercer los nacionalistas etnolingüísticos que padecemos no contará con el veto de la Unión Europea ni con una condena severa seguida de una dura advertencia. No. ¿O es que se ha olvidado que en el Parlamento europeo se votó de forma afirmativa la negociación con ETA?
Cuando ya pensábamos que en el siglo XX habían caído los dos enemigos de la libertad dentro de Europa –el fascismo y el comunismo–, ha reaparecido el peor nacionalismo, ese que hunde sus cachas en el odio al vecino, en esa xenofobia de antorcha y cristales rotos que utiliza las lenguas para separar, marginar y empobrecer. Ese que es capaz de subvencionar el cambio de lápida para que estén en la lengua propia. Me refiero a ese nacionalismo que entiende o promociona la violencia física y psíquica como un servicio a la comunidad nacional. Con estos, con los peores, con los que ponen en peligro la libertad del individuo, que es el verdadero horizonte de progreso, con esos no se puede ni hablar.