La fórmula socialista para la organización territorial de España desde 1974 ha sido el derecho de autodeterminación, el Estado nacional autonómico, el Estado plurinacional, el federalismo asimétrico de Zapatero y el Estado federal indefinido de Pedro Sánchez, en función de sus alianzas políticas o cálculos electorales.
Todo empezó en el XIII Congreso del PSOE en el exilio, celebrado en la localidad francesa de Suresnes entre el 11 y el 13 de octubre de 1974, que marcó un momento nuevo en el partido. El cambio generacional, que dio el poder al grupo de González y Guerra en detrimento del histórico Llopis, supuso la adopción de un nuevo discurso y de una estrategia diferente para la ruptura.
Uno de los resultados de esa nueva estrategia fue la "Resolución sobre nacionalidades y regiones". El texto no usaba el concepto de nación española ni hablaba de "España", sino de "Estado español", al que se concebía como un conjunto de "nacionalidades y regiones marcadamente diferenciadas". La resolución del nuevo PSOE afirmaba así la existencia de un problema territorial, para la cual marcaba una única salida:
La definitiva solución del problema de las nacionalidades que integran el Estado español parte indefectiblemente del pleno reconocimiento del derecho de autodeterminación de las mismas que comporta la facultad de que cada nacionalidad pueda determinar libremente las relaciones que va a mantener con el resto de los pueblos que integran el Estado español.
El derecho de autodeterminación lo entendían desde una estrategia de clase, es decir, marxista-leninista, en el proceso de lucha de los obreros para su "completa emancipación". Las nacionalidades tenían derecho a decidir libremente su autogobierno, pero sin perder la perspectiva socialista de la clase obrera. En consecuencia, no proponían una desintegración del país, sino la formación de una "República federal de las nacionalidades que integran el Estado español" para combinar el reconocimiento de la singularidad territorial con la unidad de la clase trabajadora y sus objetivos. Era una especie de Unión de Repúblicas Socialistas Ibéricas, en la línea que suscribió Pablo Iglesias en el IV Congreso de la Internacional Socialista, de 1896, y que superaba la Confederación Republicana de Nacionalidades Ibéricas que propuso Besteiro en 1918.
La afirmación respondía tanto a los planteamientos ideológicos de la izquierda de la década de 1970 como al marco de alianzas frente a la agonía del franquismo y el horizonte de una ruptura. Tampoco se puede soslayar que el nuevo discurso respondía al hecho de que la dictadura de Franco se había apropiado del concepto de nación española y de sus símbolos, vinculando lo español con lo franquista. Entre unos y otros, cualquier tipo de nacionalismo español quedó denostado.
El nuevo PSOE sustituyó el discurso nacionalista español, progresista y laico, heredado del XIX y concluido en el primer tercio del XX, por el de los nacionalismos sin Estado y el del anticolonialismo de signo comunista. El planteamiento no era nuevo, procedía de la socialdemocracia rota por la Primera Guerra Mundial, que en sus congresos de 1918 y 1928 aceptó el principio de las nacionalidades del presidente Wilson, pasado por la concepción leninista sobre la autodeterminación de los pueblos para acabar con el capitalismo. Esta es la razón por la que el PSOE de 1931 abandonó el jacobinismo que había caracterizado al internacionalismo proletario, que veía en el Estado el gran instrumento para la transformación social. En su lugar se empeñó en el reconocimiento de las peculiaridades nacionales que dio lugar al Estado integral republicano.
Pero hubo otro motivo para la radicalización del PSOE en la cuestión territorial: la competencia con el PCE. La crítica más dura a Rodolfo Llopis fue que los socialistas se habían estancado por la desconexión con la realidad del país. Era preciso, decían, proponer políticas valientes y radicales que atrajeran a los nacionalistas y combatieran el dominio comunista de la izquierda. El PCE concebía España como un Estado plurinacional y asumía el derecho de autodeterminación de los pueblos, y así lo declaró en la Assemblea de Catalunya, articulada en torno al PSUC en 1971 y que logró reunir a la oposición antifranquista catalana. El mimetismo es evidente.
La proclama autodeterminista de Suresnes, siempre combinada con la aspiración emancipadora obrera, se repitió en el Congreso socialista de diciembre de 1976. Allí se concluyó que el "eje de la acción política" era el "reconocimiento del derecho de autodeterminación" de las nacionalidades y regiones. Sin embargo, se establecía como punto de arranque la puesta en vigor de los estatutos de autonomía de la Segunda República.
Ese giro autonomista se produjo por la constatación de lo alejada que estaba la sociedad española de querer el derecho de autodeterminación, lo que mostró un estudio de la revista socialista Sistema. El cambio fue rápido, tal que González y Guerra publicaron en 1977 un librito, titulado Partido Socialista Obrero Español, donde se redefinía el derecho de autodeterminación como el poder para crear "poderes autonómicos en las nacionalidades y regiones". El quiebro dialéctico sirvió para la concordia en aquel momento y dejó atrás, quizá para siempre, los excesos de Suresnes.