Los europeos, y en gran medida los españoles, somos responsables de la pervivencia de los mitos revolucionarios hispanoamericanos. El mito se asienta sobre la bondad absoluta de los indígenas americanos –el buen salvaje–, y la maldad completa de los colonizadores españoles, y luego de los norteamericanos. Esto es posible porque los europeos aceptamos el papel de culpables y nuestra demonización. De esta manera, el europeo parece que sólo se siente aceptado cuando admite la culpa de sus antepasados, acusados de generar el atraso de las sociedades hispanoamericanas. ¡Y eso que son independientes desde hace casi doscientos años!
La interpretación de la historia basada en esos mitos, en esas falsedades, fue el lecho perfecto para que el marxismo arraigara. ¿Por qué? Con esa cosmovisión era posible la irresponsabilidad individual y colectiva. Todos los males pasados, presentes y futuros proceden de otro; en este caso, del imperialismo español y yanqui. El ejemplo de Cuba –"la culpa la tiene el bloqueo americano"– es más que sangrante.
La atribución de la culpa al imperialismo como "fase superior del capitalismo" –Lenin dixit– permitía todo tipo de discurso reaccionario, violento y comunistoide. Es decir; la guerrilla, el terrorismo y la dictadura eran instrumentos legítimos para volver al "buen salvaje" travestido de "hombre nuevo". La ridícula santificación del Che es una buena muestra de esto; porque para los que sostienen estos planteamientos asesinar es bueno si con ello se crea una sociedad "más justa".
Nos encontramos, así, con el "socialismo nacional-militarista", como señalaba el venezolano Rangel, que construye caudillos, verdaderos tiranuelos que tienen la desfachatez de decir a sus pueblos que el único Gobierno que pueden tener es la "dictadura revolucionaria". Porque tanta injusticia, dicen, no la salvan los derechos individuales y los gobiernos representativos, el respeto a los derechos humanos, las elecciones libres y la separación constitucional de poderes, no, sino el dictador que emprende la liquidación política y social. Y en Europa hay quien aplaude esto, y considera más "democráticos" a tiranos que construyen y sostienen autocracias vitalicias que a eventuales presidentes de Gobierno elegidos por los ciudadanos.
Esos dictadores, como Hugo Chávez, son los que sumergen a su país en el peor de los subdesarrollos: el político. Es un tipo de caudillo mesiánico ya muy visto –tanto que aquí tuvimos a Franco–. Son los que se abrogan la voz del pueblo, al que tratan con condescendencia, que identifican su suerte personal con la de la nación, y sus designios con los intereses únicos de la población. Que cambian las leyes y las instituciones para asumir un poder sin control, que eliminan todos los medios y partidos discrepantes, y que recrean una historia mitificada del país, de santos laicos que concluye en su caudillaje. Así, por lógica, el buen venezolano sólo puede ser chavista, y viceversa.
El "hombre revolucionario", nacido del "buen salvaje", no ha pasado más allá del dictador, del "buen gorila"; es decir, según indica el DRAE –y así se dice en Argentina, Venezuela, Uruguay y otros tantos países– del individuo que toma el poder por la fuerza y viola los derechos humanos.
Pero esto está también muy visto en la historia de Hispanoamérica. La dictadura convive con la represión y la guerra civil larvada, la corrupción a manos llenas, la miseria irresponsable, el nacionalismo exacerbado y de opereta, y la ineficacia más completa. Eso sí, los discursos de los dictadores llenan páginas completas de los periódicos e informativos, porque suplen las ideas y el trabajo por su nación, con invectivas y espectáculo. Sí, espectáculo. ¿O es que en España alguien se imagina un programa de televisión protagonizado y dirigido por el jefe del Estado? En Venezuela no hace falta que se lo imaginen; no tienen más que encender la tele.