Ahora que la ministra de Igualdad, Bibiana Aído, ha gastado nuestro dinero en unos inútiles posavasos para combatir la "violencia de género", o el ministro Sebastián, el de las bombillas, ha convertido en "cuestión de Estado" a los coches eléctricos, o se les ha ocurrido subir los impuestos a los futbolistas extranjeros, uno cae en la cuenta de la cantidad de "comités de ideas brillantes" que pululan por los alrededores del poder político.
En ocasiones, tales ocurrencias luminosas, fosforescentes, corresponden a intereses económicos; es decir, el gasto para promocionar una política pública responde a algún favor privado. Otras veces, ese dispendio obedece a la intención del político de dar la imagen al electorado de que hace algo o de que su existencia presupuestaria tiene alguna justificación. Luego existe un tercer supuesto, que son aquellas ideas brillantes que sirven para distraer la atención de los verdaderos problemas, o para exaltar los ánimos ideológicos de propios y extraños.
Estas prácticas forman parte de la política en las democracias y en las dictaduras. Sin embargo, hay algo que a mí particularmente me irrita. Con frecuencia, cuando no son hechos consumados, las ideas brillantes se lanzan como rumores o declaraciones que se filtran por los medios amigos. Si la idea es estúpida o extemporánea, siempre hay una parte considerable de la ciudadanía que la rechaza con sorna, indignación o desprecio. Es entonces cuando el político y el periodista adicto sueltan eso de "Hace falta pedagogía para que la gente lo entienda". ¿Pedagogía?
Ese latiguillo que se ha instalado en la vida política española en los últimos años, consistente en responder a las críticas alegando que hace falta "pedagogía", es la demostración de un sorprendente complejo de superioridad moral e intelectual.
La política, escribió Max Weber, es la dirección o la influencia sobre el devenir de un Estado y, por ende, el político tiene (o debe tener) la vocación de dirigir o influir en una asociación humana. En democracia, ese político tiene que responder a los intereses o demandas del soberano, que es la nación, el pueblo, y dirigir la acción gubernamental en este sentido. El problema es cuando el político cree estar por encima de su soberano, en un plano intelectual y moral, y ve "demandas latentes" que casualmente coinciden con sus ideas brillantes. Y ya no es que, como se oye en cualquier sitio de España, el nivel de nuestros políticos sea el más bajo que se recuerda, sino que carecen de las virtudes precisas para alardear de ningún tipo de superioridad.
En otros tiempos se hablaba de que el régimen trataba a los ciudadanos como a niños, ordenando sus vidas y mentes. Era una dictadura. En democracia, esta consideración de soberano menor de edad, como si estuviéramos en una regencia hasta que "la gente lo entienda", rompe la esencia de lo que es un sistema representativo. Bajo esta condición, el Gobierno y el partido que lo sustenta dejan de ser la correa de transmisión de un pensamiento y unos intereses sociales, para ser el creador de los mismos. Es decir; el político no dirige o influye –siguiendo a Weber– sino que crea.
La culminación de esa pedagogía es que no es tal, sino simple propaganda a costa del contribuyente, en la mayor parte de los casos mal hecha, ridícula, tramposa o insultante. Y como la propaganda pedagógica fracasa suele terminar en una solución coercitiva: prohibiciones, multas o leyes mercadeadas con minorías parlamentarias regionales. En consecuencia, la idea brillante, con toda la "pedagogía" desplegada, queda al final en el palo y la zanahoria.