No contentos con inmiscuirse en nuestras vidas, asaltar el estrellato de los medios de comunicación, escribir fundamentos de derecho en verso libre o sobresaltarnos con insólitas sentencias, ahora a los jueces (de momento italianos) les ha dado por meterse a científicos.
Dos decisiones judiciales recientes han desvelado este insólito interés de la judicatura italiana por el viejo conocimiento de la filosofía natural. En una han determinado, con un par, que hay suficiente certeza científica como para asegurar que los teléfonos móviles provocan cáncer. Digo "con un par" porque ése debe de ser el número de científicos al que han consultado. Ya es sabido que la aplastante mayoría de los investigadores afirman no tener ninguna certeza sobre la relación entre el telefonino y el cáncer. En otra, más reciente, han enviado a la cárcel a un puñado de sismólogos por el delito de no haber previsto con certeza las consecuencias dramáticas del terremoto de L'Aquila en 2009. Y, claro, los medios de comunicación, que en ocasiones mostramos tragaderas de proporciones inabarcables por la cosmología, hemos comprado la mercancía. Como si una sentencia judicial tuviese la cualidad de paper en Nature.
La ciencia no se somete fácilmente a la fría certeza del conocimiento judicial. En el fondo, es incompatible con él. La ciencia es incierta por definición, no conoce de verdades. Calcula, perita, aconseja, modela, genera escenarios plausibles, pronostica con mayor o menor grado de exactitud, hace estadística, detecta probabilidades. Pero no adivina. La ciencia es el único método de conocimiento donde el error se aplaude. En la justicia el error, por desgracia, también abunda. Pero es (o debería ser) vergonzante.
Atribuir a la ciencia la capacidad milagrosa de predecir el futuro con exactitud judicial es volver a tiempos precientíficos. Mandar a la cárcel al geólogo que no atinó con la magnitud exacta del terremoto es una injusticia similar a la del rey medieval que decapita al brujo de la corte por no advertir del desgraciado fatum de la batalla.
Y es que la decisión última sobre la actuación ante un terremoto, sobre las medidas sanitarias de una nación, sobre la legislación preventiva ante las ondas electromagnéticas no la toma (ni debe tomarla) el científico. ¿O no es esa labor de los políticos?
Resulta curioso observar cómo los políticos se acercan o alejan de la ciencia a su antojo. Desoyendo el consenso científico deciden, por ejemplo, eliminar insecticidas contra la malaria y mantener a Europa durante décadas sometida a una irracional moratoria de cultivo de alimentos transgénicos. Escudándose en el supuesto consenso científico, embarcan a las naciones en programas globales contra el cambio climático. Desoyen a los científicos cuando deciden retirar productos del calendario vacunal. Se amparan en ellos para justificar costosas subvenciones a energías renovables. Cierran centrales nucleares desatendiendo los dictámenes técnicos, acusan a los técnicos de la mala gestión del vertido del Prestige. Los políticos se llenan la boca de ciencia para justificar la prohibición de fumar en lugares públicos, justo hasta el mismo instante en el que a un millonario de Las Vegas le apetece echarse un cigarrito en su casino... Entonces la ciencia se la pasan por donde solemos pasar las cosas que despreciamos.
Hay políticos en la Comunidad de Madrid que siguen permitiendo que el exangüe erario de la televisión pública se gaste en emitir programas que fomentan la superchería paranormal. Los mismos políticos que se quejan de la falta de competitividad de nuestras instituciones científicas. Hay ministros de ciencia o de educación o de cultura (qué más da) bajo cuyos mandatos se siguen sufragando cursos de astrología en universidades españolas. Cuando aciertan (como durante la crisis de las vacas locas), los políticos se jactan de sus buenas políticas sanitarias. Cuando fallan (como en la actuación ante el terremoto de L'Aquila), mandan a la cárcel a los técnicos asesores.
Pocas veces en la historia la ciencia ha estado tan maltratada como en la Europa de hoy. Y nunca ha sido tan manoseada. La bandera del consenso científico ha embarcado a los políticos del Viejo Continente en una estrepitosa catarata de contradicciones en torno al cambio climático, hablan de comprometer miles de millones en medidas preventivas... que no están dispuestos a cumplir. Parece poco probable que dentro de cincuenta años la Tierra se achicharre por el calentamiento global. Pero pase lo que pase una cosa será cierta: los culpables no serán los políticos que no cumplen los protocolos ni rinden cuentas de sus manejos multimillonarios: siempre habrá un puñado de científicos a los que colgarles el muerto.