Parece que está de moda entre los aguerridos defensores de la nación catalana romper fotografías de S. M. Felipe VI. Ante las cámaras, claro, y siempre con el gesto serio, concentrado, posando para la Historia, sabedores de que, mientras siga habiendo hombres bajo el sol, su gesta será recordada junto con las de Héctor y Aquiles.
Lo hacen movidos por la necesidad interior de defender su nación frente a la nación opresora, por cumplir con la obligación de recoger el testigo de las generaciones de catalanes que les precedieron en la lucha y de entregarlo a las que la continuarán. E, incapaces de enfrentarse en combate franco, limpio, cara a cara, al menos libran su batalla simbólica rasgando la efigie del descendiente de aquellos otros reyes Borbones contra los que lucharon sus abuelos y tatarabuelos desde aquel fundacional Felipe V.
Efectivamente, cuando el joven Felipe llegó a Cataluña en 1701, el pueblo y las instituciones se apresuraron a darle la bienvenida, a rendirle homenaje, a aclamarle y a celebrar grandes festejos, con motivo de los cuales se escribieron y compusieron en su honor numerosos opúsculos, versos, coplas, canciones y villancicos.
Por ejemplo, Francesc Brú escribió en su Lamentación fúnebre en las Reales Exequias y Funeral Pompa del Católico Rey de las Españas:
Venga a España el serenísimo Felipe de Francia y será más español que nosotros, pues a nosotros nos hizo españoles la tierra, y a Felipe el Cielo, a nosotros la cuna y a Felipe la Corona.
Raymundo Costa, por su parte, en su Oración panegírica en acción de gracias a Dios por el acertado llamamiento, feliz venida y gloriosa exaltación del Rey Nuestro Señor Felipe V de Castilla y V de Aragón, afirmó:
Felipe quinto para Cataluña no es extraño, sino patricio, natural, y buen Catalán, cuando la Real Sangre que alienta sus venas ha salido de los cristales transparentes de esta perenne y clara fuente de Nobleza del Principado de Cataluña.
También celebró Costa que Carlos II le hubiese dado en testamento su corona para que la conservase unida como
cuerpo uno y sin división de partes, cuerpo político, civil y místico de España.
Y Juan Bach celebró en su Sermón panegírico que
Su Majestad, con liberalidad verdaderamente Regia, decretó nuevos privilegios a Cataluña, superiores a los que había recibido de sus serenísimos reyes.
Después llegarían el desembarco anglo-holandés en Barcelona, el quebrantamiento del juramento de fidelidad prestado a Felipe por las Cortes catalanas, el juramento al archiduque Carlos, la guerra civil y todo lo demás.
Saltemos medio siglo y vayámonos hasta octubre de 1759, momento en el que Carlos III llegó de Nápoles para ocupar el trono español tras la muerte de su hermano Fernando VI. El nuevo rey entró en España por Barcelona, ciudad que lo celebró con gran entusiasmo durante varios días de galas, arcos triunfales, audiencias, música, bailes y fuegos artificiales. De todo ello nos ha quedado recuerdo a través de los magníficos grabados que realizó Francesc Tramulles, una de las cumbres de la edición dieciochesca española, y de la Relación Obsequiosa de los seis primeros días en que logró la Monarchía Española su más Augusto Principio, anunciándose a todos los vassallos perpetuo regozijo, y constituyéndose Barcelona un Paraíso con el arribo, desembarco y residencia que hicieron en ella las Reales Magestades del Rey Nuestro Señor Don Carlos III y de la Reyna Nuestra Señora Doña María Amalia de Sajonia, con sus Altezas el Príncipe Real, y demás Soberana Familia, escrita por orden del ayuntamiento barcelonés.
Después le tocó el turno a su hijo Carlos IV. Pues este bonachón e inútil monarca visitó Cataluña en 1802, seis años antes de perder su trono a manos de Napoleón. También en esta ocasión los catalanes celebraron por todo lo alto los dos meses durante los que Barcelona fue Corte Real. No faltó de nada: repique de campanas, salvas de artillería, monumentos conmemorativos, conciertos, teatro, corridas de toros, cabalgatas, banquetes, bailes, mascaradas, fuegos artificiales…
Las Escuelas Pías de Cataluña saludaron al rey publicando en lengua catalana –la prohibidísima y perseguidísima lengua catalana– una Cançó Real, escrita por Jaume Vada, en la que se le agradecía la paz y prosperidad de España durante el "siglo de oro" traído por los Borbones, a la vez que se le recordaba que, si la guerra se hiciese necesaria, no se encontraría vasallo que no estuviese dispuesto a derramar su sangre y su vida en defensa del trono. Entresaquemos dos breves fragmentos:
Gran Carlos, amat idol de l’Espanya, / del trono honor, de nostre Siggle gloria (…)
El Fat ordena que de tots cantada / sia, Augustos Borbons, la excelsa gloria;
y vol qu’ab vostres fets quede aumentada / del Siggle d’or la memorable Historia.
A continuación llegarían los seis años de guerra durante los que los catalanes morirían a miles en defensa de la independencia de España, la religión católica y el trono de Fernando VII.
Y, para que no nos dé a todos un shock hiperglucémico, mejor pasemos de puntillas sobre el delirio con el que los catalanes recibieron en 1814 al Deseado y los mil homenajes que le prestaron a su paso por Figueras, Gerona, Tarragona y Reus.
Encarnizada, vive Dios, la lucha sostenida por los catalanes contra la dinastía borbónica a lo largo de los siglos. Por eso, si los separatistas de hoy quisieran sustituir ridiculez por coherencia, que dejen en paz a Felipe VI y empiecen a expurgar sus álbumes familiares.