Los acontecimientos se precipitan. En unos pocos días los españoles hemos podido disfrutar de varios espectáculos merecedores de reflexión. Por un lado, el motín en un centro de internamiento de inmigrantes ilegales sobre el que Pablo Iglesias declaró: "Gracias a motines como éstos tenemos democracia, derechos civiles y derechos sociales". Mientras tanto, seguidores del mismo Iglesias impedían violentamente a Felipe González pronunciar una conferencia en la Universidad Autónoma. Al grito de "¡fascista!", por cierto, que tiene mucha gracia, tanta como Pérez Rubalcaba acusándolos a su vez de fascistas. Un par de días antes una horda de separatistas linchaban valientemente a dos guardias civiles y sus novias en un bar de Alsasua. La semana anterior el equipo de gobierno del ayuntamiento de Badalona no acató la orden del juez de hacer fiesta el 12 de octubre e incluso el tercer teniente de alcalde, Josep Téllez, rompió ante las cámaras el auto judicial. Y el otro día el concejal de la CUP Joan Coma desobedeció la citación de la Audiencia Nacional para declarar por un delito de incitación a la sedición.
Todas éstas no son más que las últimas manifestaciones de uno de los fenómenos claves en esta fase final del régimen del 78: el definitivo –y peligrosísimo– desplome del Estado de Derecho, ése con el que nuestros políticos se han llenado la boca durante cuatro décadas aunque en realidad nunca haya existido del todo. Y la grieta por la que empezó a resquebrajarse el régimen fue, evidentemente, la que abrieron los separatistas llamados moderados bajo la inestimable protección del terrorismo etarra y la no menos inestimable anuencia de los sucesivos gobiernos nacionales desde Suárez hasta hoy.
Es bastante conocida una conversación mantenida en 1981 entre el presidente Calvo-Sotelo y Javier Arzalluz. Éste comenzó a hablarle de una reciente reunión con la dirección de ETA sin que el presidente pareciera prestarle oídos. Como el dirigente peneuvista insistiera, el más alto responsable del Estado de Derecho le respondió señalando a los guardias civiles de la entrada:
–No te contesto, Javier, porque si lo hago tendré que llamar a esos señores para que te detengan, pues lo que me estás contando es ilegal.
A esta vulneración de la ley por parte del presidente del Gobierno siguieron muchas otras. Por ejemplo, por aquella misma época arrancó la orden del Ministerio del Interior de hacer la vista gorda ante la ausencia de la bandera nacional en los edificios y lugares en los que, por ley, debería ondear, incluidos los barcos pesqueros y deportivos y hasta las lanchas patrulleras de la Ertzaintza.
Pero lo de las banderas se queda en cotilleo si lo comparamos con la continua vulneración de leyes y sentencias por parte de todos los gobernantes catalanes desde el honorable Jordi Pujol, quien, dicho sea de paso, sigue intocado por la justicia española, al igual que el resto de su banda de golfos apandadores.
Si ni él ni su delfín Mas están entre rejas por sus múltiples comisiones, apropiaciones, traiciones y sediciones, a nadie debería extrañar que Joan Tardá se lance a avisar por adelantado que "si hay que desacatar, desacataremos", que el consejero de Justicia (¡sublime sarcasmo!) de la Generalidad, Carles Mundó, haya declarado su voluntad de celebrar el referéndum secesionista "lo autorice el Estado o no", o que incontables gobernantes separatistas hayan incumplido las leyes y las sentencias judiciales en ocasiones igualmente incontables. Fue injusto García Albiol al proclamar: "Forcadell tiene que pagar las consecuencias por reventar el Estado de Derecho". No es ella la culpable de reventarlo, sino los gobernantes del PP y el PSOE. Todos sin excepción. Y ninguno de ellos ha sido citado ante un juez, prueba suprema de la incurable corrupción del sistema.
— La Vanguardia (@LaVanguardia) 6 de agosto de 2016
Además, a mil y un vulneraciones de la ley por parte de quienes, al tomar posesión de sus cargos, llevan cuarenta años jurando en falso "cumplir y hacer cumplir la Constitución y el ordenamiento jurídico" hay que sumar un millón de claudicaciones, complicidades, acuerdos, colaboraciones y subvenciones que han puesto en manos de los enemigos de España todos los instrumentos para volarla desde dentro.
Pero el problema no queda reducido al eterno pulso separatista, pues hasta él, a pesar de su indudable potencia desestabilizadora, acabará quedando en segundo plano ante la gran cuestión con la que no sólo España, sino toda Europa, habrá de enfrentarse sin más dilación: el de la inmigración extraeuropea, el gran fenómeno que definirá el futuro del mundo. Manuela Carmena declaró hace algunas semanas su alegría ante la violación de las fronteras del Estado del que ella es alta funcionaria: "Felicito y doy la bienvenida a la gente que ha saltado la valla de Marruecos". Inconcebibles palabras que, sin embargo, no habrían sido posibles sin el caldo de cultivo preparado, entre otros, por Jaime Mayor Oreja al explicar hace quince años que el Gobierno del que él era el ministro del Interior no tenía intención de expulsar de España a los inmigrantes ilegales.
A todo esto hay que añadir la aportación de nuestros bolcheviques postmodernos, esos jóvenes mimados, maleducados, puerilizados, adoctrinados, izquierdizados, analfabetizados, uniformizados, descerebrados, indisciplinados, irresponsabilizados, indocumentados, programados, envenenados, fracasados y anticuados que infectan diariamente la vida política española con su griterío histérico y su violencia tercermundista.
Si hoy los españoles nos enfrentamos a los graves problemas –que no han hecho más que empezar– provocados por la inaplicación del ordenamiento jurídico, se lo debemos al ignominioso comportamiento de nuestros gobernantes, tan implacables con los ciudadanos honrados como arrastrados con los delincuentes. Si gobernantes y legisladores no obedecen las leyes, ¿por qué la gente ha de obedecer las leyes que ellos aprueben?
Esto va a acabar mal.