Hace unos días Juan José Ibarretxe declaró que en 2030, dentro de quince años, tanto el País Vasco como Cataluña habrán alcanzado la independencia o mediante pacto con el gobierno español o mediante declaración unilateral. Como era de esperar, de forma inmediata y prácticamente unánime se alzó el coro de risas recordándole el frenazo a su plan secesionista por el parlamento nacional hace unos años.
Pero, a pesar de todos los tontos y de todas sus risas, Ibarretxe tiene toda la razón. En primer lugar, hay que tener en cuenta que Ibarrexe, al igual que los demás dirigentes separatistas tanto vascos como catalanes, ha demostrado tener una talla de estadista inalcanzable para los políticos de los partidos llamados de ámbito nacional. Porque mientras que éstos se han caracterizado por su visión miope, limitada a los cuatro años de una legislatura y enfocada simplemente a repetir en el cargo, los concienzudos gobernantes separatistas han empleado su tiempo durante los últimos cuarenta años en preparar un terreno y forjar unas estructuras que les garanticen el triunfo irreversible una o dos generaciones después incluso renunciando al placer que les habría proporcionado ser protagonistas de un éxito más inmediato pero también probablemente menos sólido. Eso es un estadista, y no los mediocres que han habitado La Moncloa desde aquel gran mediocre, en su tiempo tan denostado y hoy tan santificado, que se llamó Adolfo Suárez, de cuya imprevisión e ignorancia arrancan los mortales achaques que acabarán hundiendo el régimen de 1978 y con él la trayectoria milenaria de una de las naciones claves de la historia.
Para comprender mejor la situación, echemos un vistazo allende nuestras fronteras, pues no hizo falta ser un genio de la sociología para sacar del referendo escocés del año pasado la conclusión que saltó inmediatamente a la vista de los aparentemente vencidos separatistas: lo que impidió su éxito en 2014 fue la tercera edad, sector de la población donde se concentró el voto unionista. Por lo tanto, las nuevas generaciones, más influidas por el ideario nacionalista o simplemente menos temerosas de las aventuras políticas, sólo tardarán unos pocos años en imponer su voluntad mayoritaria. Es cuestión de tiempo. Y no mucho: los nacionalistas han necesitado sólo siete meses para dar otro aldabonazo en la puerta de la secesión, probablemente movidos por eso que los anglosajones llaman el buyer’s remorse, el arrepentimiento del comprador, ése que sobreviene cuando uno se da cuenta de que ha tomado la decisión equivocada sobre todo porque se ha dejado embaucar por el vendedor, en este caso un Cameron y un Brown sólo capaces de agitar el fantasma de la incertidumbre económica.
Los dirigentes separatistas vascos y catalanes saben muy bien que su caso es el mismo empezando por la patética ineficacia de un Rajoy cuyo único argumento consiste en que "juntos nos irá a todos económicamente mejor"; y con la gran ventaja de que su siembra de separatistas futuros ha sido mucho más extensa e intensa que la de los escoceses. Pues llevan cuatro décadas disfrutando en sus regiones de un miniestado totalitario diseñado por ellos mismos, ordeñado en su propio beneficio y tutelado por el terrorismo nacionalista sin que nunca ningún gobernante monclovita haya movido un dedo por evitarlo, en gravísima vulneración del Estado de Derecho que ellos son los primeros obligados en respetar y hacer respetar.
Los dirigentes separatistas vascos y catalanes conocen muy bien los estudios sociológicos que reflejan que los más opuestos a la secesión son los mayores de 60 años y que cuanto más se baja en edad más aumenta el porcentaje de partidarios. ¿Milagro? No, consecuencia lógica del adoctrinamiento escolar y mediático –por no emplear los términos, más adecuados, de lavado de los cerebros y envenenamiento de los corazones– inoculado en las nuevas generaciones de vascos y catalanes gracias a la inoperancia de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial del fallido Estado español.
Que nadie ridiculice las muy sensatas palabras de Juan José Ibarretxe. Lo que ha anunciado es inevitable salvo que se tapone de forma inmediata y contundente la vía de agua que provocará el naufragio: un Estado de las Autonomías propuesto, diseñado y utilizado por los separatistas para dinamitar España desde su propio puente de mando. Pero como ningún gobernante español se atreverá jamás a acabar con el Estado de las Autonomías, la desintegración de España en 2030, o cinco años antes, o cinco años después, es segura.