"La prueba de lo peor es la muchedumbre", ya lo advirtió Séneca hace algún tiempo.
En España somos expertos en estas lides, sobre todo cuando la religión separatista se sirve de la ignorancia y la brutalidad de las masas para establecer su dictadura social. No hay sector en el que se manifieste de modo más claro que en el separatista la inutilidad del razonamiento cuando se ha demostrado insistentemente la preferencia por la amenaza, el alarido, el insulto y el silbido.
Además, el brutal poder numérico del rebaño permite a las masas adoctrinadas el ejercicio de su indecente presión social sin sufrir ninguna consecuencia. Todo lo que a esas personas disueltas en la masa les falta de dignidad les sobra de cobardía.
El rebaño nacionalistizado se apunta con alegría a la represión. Un gendarme en cada ciudadano: el sueño de cualquier totalitario. Sirva como ejemplo el de los delatores lingüísticos que presumen ante las cámaras de haber denunciado a miles de comercios que no utilizan debidamente las lenguas en sus rótulos, patriótica labor que ha reportado a la Generalidad más de un millón de euros en multas en la última década. O el de los canallas que se dedican a linchar a los padres que osan pedir la aplicación de la ley para que sus hijos puedan estudiar en su lengua materna. O el de los bestias maleducados que, protegidos por el anonimato de las gradas, aprovechan la presencia del rey en un partido de fútbol para insultar a millones de españoles. Una imagen vale más que cualquier palabra: la dignidad de Felipe VI soportando el bochornoso comportamiento de miles de cobardes y la canallesca sonrisa de su indigno acompañante.
El pastoreo ha sido muy eficaz: el gran rebaño catalanista marcha uniforme por las veredas marcadas y brinca obediente a los caprichos del domador. Nunca faltará alguna tropilla que impida, acuse, grite o agreda para evitar que alguien se salga de la fila. Además, la indignación del rebaño contra los que osen salirse de él sólo puede ir a más, sobre todo debido a la impunidad que les pone en bandeja una nación indolente y un Estado impotente. Por eso aumentan cada día en cantidad e intensidad las broncas, pitadas, abucheos y demás agresiones corales contra padres, personas, asociaciones, el rey, la bandera, el himno o lo que sea a la menor ocasión.
El Estado no está roto del todo, todavía, pero la nación lo está desde hace tiempo: los separatistas han conseguido que muchos españoles se odien por motivos regionales. Y llevan un siglo agrediendo e insultando de mil maneras a España y los españoles mientras se lamentan hipócritamente de lo contrario, como Pujol declarando recientemente que "hay un encarnizamiento español con Cataluña".
La sociedad catalana, en su mayoría, se ha plegado a la dictadura ideológico-sentimental del separatismo hasta caer en la grave degradación moral de sumarse a la inhumanidad del poder y abandonar la defensa del débil. Porque no hace falta estar de acuerdo con el débil para defenderle, o al menos para no sumarse a su opresión. Pero los pocos que, con razón o sin ella, se han opuesto a la dictadura separatista se han encontrado con que la inmensa mayoría se ha sumado a la indiferencia, al olvido, al ostracismo, cuando no a la opresión, al insulto y en ocasiones hasta a la agresión.
El mayor triunfo del totalitarismo separatista catalán consiste en el adormecimiento de la capacidad de protesta de los ciudadanos ante la injusticia y la opresión. Y cuando se alzan las protestas, siempre es contra los oprimidos, nunca contra los opresores. Aunque la teoría dice que, en cualquier circunstancia, época y lugar, cuando se prohíbe dudar y protestar, es obligatorio que al hombre inteligente le asalte la duda y el valiente proteste, el nacionalismo catalán ha conseguido que sean muy pocos los que dudan y protestan. E infinitos los que, individualmente o en grupo, se apuntan a colaborar con la propaganda dictada por el poder, el acoso a los disidentes y el insulto a la nación declarada enemiga.
¡Ah, el sano pueblo! ¡El titular de la soberanía nacional! Vox populi, vox Dei.