Primera constatación: vivimos en la época de las masas. Desde la Revolución Francesa es irrenunciable que sean las masas las que decidan cómo ha de gobernarse su país. En eso consistió el paso de la soberanía de los monarcas a la soberanía nacional. Como casi todo en la vida, tuvo sus ventajas y sus inconvenientes. ¿La ventaja? Que el pueblo siempre será, o en teoría podría ser, el último bastión frente a la tiranía. ¿El inconveniente? Que mediante el sufragio universal se cuentan los votos, no se pesan las opiniones.
Segunda constatación: por consiguiente, los demagogos de toda época y lugar dedican sus esfuerzos a captar el mayor número de votos, no importa cómo. Pues sin esos votos ellos no podrían alcanzar el poder.
Tercera constatación: como en una multitud el número de ignorantes, desinformados, inconscientes, tontos y gregarios siempre ha sido y siempre será mucho mayor que el de sabios, informados, conscientes, listos e independientes; y como de los votos sólo interesa su cantidad, no la sensatez de quienes los depositaron, el objetivo será convencer a esa gran mayoría de manipulables por ignorancia, desinformación, inconsciencia, estupidez o espíritu rebañego.
Cuarta constatación: el mejor argumento para los simples es la repetición. Cuanto más se repite una idea, por insensata que sea, más cala como verdadera. Véase el mundo de la publicidad: ya sean las marcas de detergentes, de perfumes o de refrescos, su estrategia publicitaria no consiste en explicar sus características, sino simplemente en repetir machaconamente su nombre para que siempre esté presente en la memoria de los consumidores. Así, cuando éstos se encuentren frente a la estantería de un centro comercial, elegirán de manera impulsiva las marcas más conocidas. Son las demás marcas las que necesitarán argumentación para abrirse hueco. En política sucede lo mismo: son las ideas más repetidas, sobre todo las más breves y simples, las que acaban imponiéndose mayoritariamente.
Quinta constatación: por lo tanto, siempre será mucho más fácil sembrar mentiras repitiendo eslóganes que rebatirlas desplegando argumentos. Además, con esta técnica de frases breves a las que se hace pasar por axiomas, los demagogos de cualquier tipo consiguen trasladar a sus adversarios la carga de la prueba, carga ciertamente onerosa por tener que contrarrestar trabajosamente el inmerecido prestigio que otorga ser la opinión de la mayoría. Como lamentó Bertrand Russell,
la sabiduría colectiva, desgraciadamente, no es un sustitutivo adecuado de la inteligencia de los individuos. Los que se oponen a criterios generalmente admitidos han sido la fuente de todo progreso tanto moral como intelectual.
Sexta constatación: por mucho que insistan los metafísicos, la verdad no tiene ninguna garantía de triunfar sobre la mentira. Ni el bien sobre el mal, ni la justicia sobre la injusticia. ¿Acaso no está la historia saturada de ejemplos? Ni la verdad, ni el bien ni la justicia tienen por qué ganar si nadie los defiende; más concretamente, si nadie los defiende bien. Pues tan posible es defender mal una buena idea como bien una mala.
Séptima constatación: ya que el ser humano, por encima de su condición de racional, es un animal sentimental, la del sentimiento, la de las pasiones, la de las filias y las fobias, es la puerta de entrada más fácil a todo tipo de manipulaciones. Desde luego, mucho más fácil que la del razonamiento. ¿Acaso no conocemos todos a muchas personas que han votado a este o aquel candidato por tener los ojos más bonitos, o ser el más guapo, o el más joven, o de su misma ciudad…?
Con estos elementos ha venido elaborándose el potito ideológico con el que los demagogos alimentan a las masas desde que tuvieron que pasar el trámite de convencerlas para llegar al poder. Todos los partidos políticos de todas las épocas y lugares han cocinado sus potitos en mayor o menor medida, y los partidos españoles de nuestros días no son ninguna excepción. Ejemplo excelso de potito ideológico sencillo pero exitoso, o precisamente exitoso por lo sencillo, fue el dado por el actual presidente del Imperio, Barack Obama. ¿Cabe imaginar argumentación más simple, vacua y sentimentaloide que la destilada en el etéreo eslogan Yes, we can? "Sí, se puede" o "Sí, podemos". Suena estupendamente, pero, ¿podemos qué? ¿Podemos ir por allí? ¿Podemos ir por allá? ¿Podemos hacer el tonto? ¿Podemos tirarnos por un barranco? Decir "Sí, podemos" es lo mismo que no decir nada. Y ahí radicó su éxito. Pues, de puro necio, aquel lema pudo ser digerido por el más simple de los entendimientos. Por eso Obama ganó las elecciones.
E imitando al gran demagogo yanqui han surgido nuestros más recientes demagogos patrios, ésos que han adoptado como nombre el Yes, we can de Obama: Podemos.
Pero sería injusto que no rindiéramos homenaje a los grandes expertos locales en potitos: nuestros separatistas. Pues se han demostrado insuperables en la esloganización de su discurso para que pueda ser asimilado hasta por el más tierno entendimiento. Se empieza a administrar en el parvulario, para ir acostumbrando a los futuros consumidores; se articula en frases breves (por ejemplo, "España nos roba"), fácilmente comprensibles, memorizables y repetibles por cualquiera; se edulcora con grandes dosis de narcisismo grupal, para hacerlo más apetecible; se acompaña con banderas, desfiles e himnos, para presentarlo de un modo atractivo; se sazona con un buen chorro de victimismo colectivo, para hacer que su rechazo sea percibido como una ofensa a los demás; se corta en pedacitos pequeños, se cuece a fuego lento, se pasa por el pasapuré, se administra en pequeñas dosis y se sirve con pajita para que puedan digerirlo sin problema desde el más tierno infante al anciano más desdentado; y por el comedor pasan continuamente los encargados de comprobar que ningún maleducado osa dejarlo en el plato.
Por eso se tardará varias generaciones en cambiar el régimen alimenticio de quienes llevan cuarenta años tragándose el mismo potito todos los días... suponiendo que algún gobernante español alcance a darse cuenta de que es posible y conveniente empezar a cambiar el menú, lo que probablemente sea demasiado suponer.