Este verano, pocos días después del martirio del sacerdote Jacques Hamel en la iglesia de Saint-Étienne-du-Rouvray, al Papa venido de la Pampa se le ocurrió explicar a los medios de comunicación que no todo en el islam es violencia. Cierto. Pues también –añadió– hay católicos violentos. En concreto señaló que en Italia, cada día, hay católicos bautizados que matan a su novia o a su suegra. Cierto también. Pues hay católicos italianos violentos del mismo modo que hay aragoneses violentos, zurdos violentos o músicos violentos. Pero ni los italianos ni los maños ni los zurdos ni los músicos suelen matar a sus suegras por el hecho de haber nacido en Italia, vivir en Zaragoza, chutar con la izquierda o tocar el trombón. Ni, por supuesto, por encontrar en las parábolas de Jesucristo la enseñanza de que las suegras deben ser asesinadas para mayor gloria del Señor.
Por el contrario, los asesinos del sacerdote francés, acertada o desacertadamente, ortodoxa o heterodoxamente, fueron movidos a perpetrar su atroz crimen por las enseñanzas supuestamente dictadas por Alá a Mahoma y recogidas en un libro redactado en el siglo VII al que se sigue considerando inamovible regla moral y fuente jurídica en el XXI.
Ésta es la gran diferencia entre el que mata a su suegra porque le da la gana y el que mata a un sacerdote porque considera que el libro sagrado de su religión así se lo exige. Para darse cuenta de ello no hace falta ser un genio ni haber pasado por la facultad de filosofía ni tener la formación teológica que se supone en quien ha llegado nada menos que hasta la silla de san Pedro.
Pero tras la solidez de Benedicto XVI, a la Iglesia le ha tocado en suerte la frivolidad de su sucesor. Algo explicable metafísicamente tiene que haber tras la curiosa coincidencia de que un Papa de la talla de Joseph Ratzinger, llegado en un tiempo no precisamente gozoso para la moribunda Iglesia Católica, sea el primero que renuncia a su cargo en seiscientos años.
Un par de meses antes de las declaraciones arriba mencionadas, el Papa explicó al periódico católico francés La Croix:
Aunque es cierto que la idea de conquista es inherente al alma del islam, también se puede interpretar el objetivo del Evangelio de Mateo, donde Jesús manda a sus discípulos a todas las naciones, en términos de una misma idea de conquista.
¡La evangelización, equivalente a la conquista violenta, nada menos! Y no vale el gastado recurso a las Cruzadas, a Carlomagno o a Teodosio, pues estamos hablando de nuestros días, no de hace mil años, y en nuestros días ningún cristiano asesina en nombre de su Dios ni pretende conquistar ningún país para imponer la fe en Jesucristo, mientras que, lamentablemente, no se puede decir lo mismo de un mundo islámico anclado en buena parte en la mentalidad del siglo de Mahoma.
Por otro lado, ¡refrenen su lengua los autohispanófobos antes de hacer el ridículo habitual de cada 12 de octubre! Pues aburridos estamos los españoles de recibir la acusación de haber convertido por la fuerza a todo bicho viviente entre Alaska y Tierra del Fuego. El propio papa Francisco ha repetido alguna vez la cantinela indigenista sin duda aprendida en su Argentina natal, quién sabe si de labios amerindios o de labios emigrados italianos interesados en abrillantar su presencia allá deslegitimando la muy anterior de los españoles.
Pues las anécdotas personales pesan bastante poco en comparación con las normas dictadas por los gobernantes españoles, empezando por una Isabel la Católica estableciendo en su testamento que
por quanto al tiempo que nos fueron concedidas por la Santa Sede Apostólica las islas e tierra firme del mar Océano, descubiertas e por descubrir, nuestra principal intención fue de procurar inducir e traer los pueblos dellas e los convertir a nuestra Santa Fe católica, e enviar a las dichas islas e tierra firme del mar Océano perlados e religiosos e clérigos e otras personas doctas e temerosas de Dios, para instruir los vezinos e moradores dellas en la Fe católica, e les enseñar e doctrinar buenas costumbres e poner en ello la diligencia debida (…) por ende suplico al Rey, mi Señor, e encargo e mando a la dicha Princesa mi hija e al dicho Príncipe su marido, que ansí lo hagan e cumplan, e que este sea su principal fin, e que en ello pongan mucha diligencia, e non consientan e den lugar que los indios vezinos e moradores en las dichas Indias e tierra firme, ganadas e por ganar, reciban agravio alguno en sus personas e bienes; mas mando que sean bien e justamente tratados. E si algún agravio han rescebido, lo remedien e provean.
¿Qué tiene que ver esto con la conquista, con la guerra santa, con los crímenes, con el terrorismo? El Papa sabrá. Aunque no suele demostrarlo.
Hubo un cardenal italiano a principios del siglo XIX, Vidoni de apellido, eterno candidato al papado, que, cuando alguien le felicitaba por sus posibilidades de ser elegido nuevo Papa, solía responder:
–¡Muy borracho tendría que estar el Espíritu Santo!
Ningún cónclave lo eligió, así que es de suponer que, efectivamente, la paloma se mantuvo sobria.
Pero casi siempre que este papa Francisco abre la boca, no le queda a uno más remedio que acordarse de Vidoni.