Aunque eso que se llama izquierda o progresismo se empeñe en levantar su edificio ideológico de espaldas a la realidad, ésta siempre acaba imponiéndose. Por eso el modelo socialista se derrumbó solo: pues su rechazo a la natural aspiración del hombre a disfrutar del resultado de su trabajo sólo podía conducir al fracaso. Aunque a regañadientes, a la izquierda sensata no le ha quedado más remedio que renunciar a cambiar el modelo económico capitalista, que se ha demostrado muy superior al paraíso proletario para procurar el bienestar a la gran mayoría de la población.
Pero a lo que no ha renunciado la izquierda es a cambiar la sociedad, siempre atrasada en su incompleto camino desde la reaccionaria realidad hacia la utopía progresista. Y la clave para conseguirlo se encuentra en ese infinito afán de igualdad que sólo puede surgir del resentimiento. El capaz, el esforzado, el exitoso, no tendrá el menor interés en reclamar mayores dosis de igualdad obligatoria para que cualquiera menos capaz, menos esforzado, menos exitoso alcance los mismos resultados que él.
Para conseguir ese estado de igualdad ya no sirven las revoluciones, ni la dictadura del proletariado, ni ninguno de esos cantos de sirena que anegaron el mundo en sangre. La herramienta actual, de mortífera eficacia, es eso que se llama corrección política, que esconde bajo una superficie casi anecdótica una firme voluntad de cambiar la sociedad mediante la mutación del pensamiento, el comportamiento, la percepción y hasta el modo de hablar. Pues si hay que acabar con cualquier diferencia, hay que empezar por impedir que pueda expresarse con palabras inadecuadas.
La ortodoxia marxista estableció que la propiedad es un robo y fuente de toda desigualdad. Por eso había que expropiarla para ponerla en manos de todos, es decir, del Estado. Todos debían ser iguales, tener la misma consideración, ganar lo mismo y poseer lo mismo. De igual modo, la corrección política –concepto, por cierto, nacido hace un siglo entre comunistas para designar la línea oficial del partido– persigue expropiar las diversas facultades de cada uno para repartirlas entre los que las tengan menores y así conseguir que todos seamos iguales. Los distintos logros y capacidades de cada persona han de ser puestos en segundo plano, tras las cuotas por raza, sexo (perdón, género), religión, orientación sexual o lo que sea. Un ejemplo reciente de esta desquiciada manera de entender la justicia fue la polvareda levantada en los últimos premios Óscar por la ausencia de nominados negros.
Los ciudadanos –ya lo avisó el benemérito Orwell– tienen que ser obligatoriamente iguales. Pero no iguales en oportunidades o ante la ley, sino iguales en condición. Y como la naturaleza se empeña en demostrar que eso es imposible, ya está el Estado para obligarla a aceptarlo. De ahí la idea de las cuotas, injusta para los no beneficiados y humillante para los beneficiados. Porque no hay mejor manera de proclamar la inferioridad de algunas personas que obligarlas a triunfar en un proceso de selección, lo que es lo mismo que admitir que, si no fuese por esa ayuda, no podrían superarlo.
Como en casi todo avance hacia la disolución, los introductores y campeones de esta bolchevique ocurrencia han sido los aparentemente conservadores pero muy revolucionarios Estados Unidos. El primero que usó el concepto affirmative action –que es el eufemismo para sustituir al más feo positive discrimination– fue Kennedy en 1961. Con ello se persiguió el en parte justo objetivo de promover social y laboralmente a personas a las que se tenía por infrarrepresentadas por pertenecer a grupos raciales, religiosos o sexuales considerados tradicionalmente oprimidos por los grupos raciales, religiosos o sexuales considerados dominantes.
Pero las consecuencias de todo ello hace ya mucho que se demostraron nefastas. Y, por cierto, han representado un papel no desdeñable en el mar de fondo que ha llevado a Trump a la presidencia tras los asfixiantemente igualitarios años obamescos, corolario del pensamiento dominante desde por lo menos los años 60. La primera de esas consecuencias consiste en la presunción de inocencia que ampara a los grupos beneficiados y la equivalente presunción de culpabilidad de los supuestamente dominantes. En USA se manifiesta, por ejemplo, en la creciente contratación por parte de empresarios de los llamados seguros procesales en previsión de posibles demandas por acoso sexual por parte de empleadas, pues, al parecer, se ha puesto de moda como medio de chantaje para obtener beneficios salariales o indemnizaciones. Pues la carga de la prueba se invierte: es el empresario, el macho dominante, el que ha de probar que no hubo acoso. En cuanto a España, además del trato discriminatorio que reciben los hombres en los procesos de divorcio, cuando a algún incauto se le ocurre mencionar lo inmencionable sobre el muy resbaladizo asunto de la llamada violencia de género, se arriesga al linchamiento.
La segunda consecuencia consiste en que, como el sistema de cuotas prevalece sobre la valía personal, la autoexigencia ha caído en picado. Se ha conseguido que no se esfuercen ni los incluidos en el grupo de los beneficiados, que conseguirán sus objetivos hagan lo que hagan, ni los incluidos en el de los no beneficiados, que no conseguirán sus objetivos hagan lo que hagan. Échese un vistazo a la enseñanza española si se desean evidencias.
Resultado final: otro paso, y de gigante, hacia el Gran Hormiguero. Mediocres, incapaces, débiles y encadenados. E iguales, muy iguales. Aunque unos más que otros.