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Jesús Laínz

((Contra las elecciones))

Mientras no se desmonte el régimen totalitario para garantizar la libertad y la igualdad de derechos, cualquier votación en Cataluña es una farsa.

Mientras no se desmonte el régimen totalitario para garantizar la libertad y la igualdad de derechos, cualquier votación en Cataluña es una farsa.
Sin la continua intimidación sufrida en Cataluña no se habría implantado el pensamiento único

Francamente, me importa un bledo quién gane o deje de ganar las elecciones autonómicas catalanas del mes que viene. Porque, aunque su celebración se presente como una victoria del régimen democrático español sobre el golpismo separatista, en realidad se trata de un grave atentado contra la democracia.

Porque si en algo consiste la democracia es en la igualdad de oportunidades para todas las opciones políticas que se presentan a unas elecciones. Igualdad de oportunidades que ha de reflejarse en la plena libertad de expresión, en el libre acceso a los medios de comunicación y en la ausencia de violencia. Y no sólo en lo que se refiere al cortísimo plazo de la duración de la campaña electoral, puesto que también hay que exigir esa misma libertad y esa misma igualdad de derechos para todas las opciones políticas en todos los ámbitos de la sociedad durante las semanas, meses, años y lustros previos a cualquier votación.

Pero esto no se ha dado ni se da ni se dará. Y para demostrarlo ahí está el gobierno español renunciando a intervenir la educación totalitaria y los medios de comunicación totalitarios que han envenenado a dos generaciones de catalanes. Su primera obligación era, naturalmente, impedir el golpe de Estado perpetrado por Puigdemont y los demás. Pero la segunda era garantizar la neutralidad de la escuela y los medios de comunicación. Aceptemos que lo de la escuela es asunto complejo y de efectos a largo plazo, pero lo de los medios de comunicación es urgente e inexcusable con una campaña electoral a la vuelta de la esquina. Es un escándalo que la televisión y la radio públicas, pagadas por todos los españoles, sigan en manos de quienes las utilizan, con mentalidad y modos ortodoxamente totalitarios, para destruir el Estado que les paga sus sueldos.

Pero ya que en los últimos meses hemos presenciado una patológica presencia de lo jurídico en el debate político, centrémonos un momento en ello. Pues las votaciones no son otra cosa que la renovación periódica del contrato social que permite la convivencia y organización de las modernas sociedades civilizadas.

Pues, tras todos los intentos disparatados de justificar la secesión en lenguas, invasiones, colonizaciones y autodeterminaciones, al final todo queda reducido a una cuestión de voluntad. Los catalanes tenemos derecho a la independencia porque queremos la independencia. Y punto. Igual que un divorcio es la ruptura del vínculo matrimonial, la independencia es la ruptura del vínculo nacional. ¡Como si una pareja fuera equiparable a una nación!

He aquí la roussoniana clave. Si no hay contrato social no hay nación. Parece impecable. Pero si la voluntad hace el contrato, una voluntad viciada lo anula. Y los tres modos de viciar la voluntad del contratante son la violencia, la intimidación y el dolo. No hay mejor modo de explicar lo que ha sucedido en la sociedad catalana en las últimas cuatro décadas. La violencia del terrorismo nacionalista vasco, y en mucha menor medida del catalán, ha acallado con tremenda eficacia muchas voces que, de haber habido completa libertad, habrían podido dar una respuesta al adoctrinamiento de masas que ha desembocado en el predominio, tanto en el País Vasco como en Cataluña, de las opciones políticas que, por ser hermanas ideológicas de los asesinos, han tenido el campo libre para su actividad. Así lo recordó Josu Zabarte, más conocido como Carnicero de Mondragón, al declarar, una vez salido de la cárcel, que Jordi Pujol se había beneficiado enormemente del terrorismo etarra.

Pero la monopolización de los foros políticos y sociales no ha sido solamente consecuencia del asesinato de un millar de personas, sino también, y sobre todo, de la intimidación de muchísimos más que han preferido callar, ceder, resignarse o marcharse de su tierra para evitar mil problemas, incluida la muerte. Sin la violencia etarra el Título VIII de la Constitución y los estatutos de autonomía surgidos de ella habrían sido otros, como explicó a menudo Gabriel Cisneros, protagonista privilegiado de los hechos por haber sido uno de los siete padres de la Constitución.

Y sin la continua intimidación y la creciente violencia sufridas también en Cataluña por quienes han osado oponerse a la dictadura nacionalista, no se habría implantado el pensamiento único en una sociedad hoy uniformizada hasta extremos propios de otras épocas. Finalmente, sin la actitud escandalosamente dolosa de unos gobiernos nacionalistas que han utilizado sus competencias educativas y los medios de comunicación públicos para sembrar incontables mentiras con el fin de envenenar a los catalanes, tantos cientos de miles de ellos no desearían la secesión.

Bajo la violencia, la intimidación y el engaño no hay forma de contrastar pareceres con libertad, de reflexionar con mesura y de tomar decisiones sensatas. Admitir que en estas circunstancias, inalteradas por la permanente parálisis de los inquilinos de La Moncloa, se pueda dar por bueno el resultado de unas elecciones significa bendecir el régimen totalitario separatista que el artículo 155 ha dejado ileso.

Mientras no se desmonte dicho régimen totalitario para garantizar la libertad y la igualdad de derechos de todos los ciudadanos y todas las opciones políticas, cualquier votación en Cataluña es una farsa, una tomadura de pelo, un insulto a los oprimidos, un atentado contra la esencia misma de la democracia. Igual que lo fueron todas las elecciones vascas mientras ETA seguía asesinando a cientos de los opositores al eje PNV-HB.

Ésta es la gravísima tara de la democracia española. Y a la vista están sus nefastas consecuencias.

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