Es muy vieja la sentencia que distingue a los hombres de partido de los hombres de Estado en que mientras que los primeros actúan pensando en la próximas elecciones, los segundos lo hacen pensando en las próximas generaciones. Por eso los totalitarios de cualquier signo, incluidos los aparentemente democráticos –que también los hay y son los más peligrosos precisamente por su habilidad para camuflarse entre las urnas–, llevan en su naturaleza, marcado a fuego, el gusto por lavar el cerebro de las masas. No mendigan un voto efímero y provisional, sino que siembran para que el apoyo a su bando se perpetúe.
Éste es el motivo del éxito de nuestros totalitarios patrios, los nacionalistas vascos y catalanes y sus imitadores en cualquier otro rincón de España, que nunca han tenido enfrente a ningún gobernante nacional, ni de izquierdas ni de derechas, con la talla personal e intelectual suficiente para darse cuenta del gravísimo problema que aquéllos representan.
Desde su nacimiento hace un siglo largo, tanto los nacionalistas vascos como los catalanes tuvieron muy claro que sin el adoctrinamiento de los niños no tendrían nada que hacer. Lo explicaron sus ideólogos con todo lujo de detalles en multitud de textos librescos y periodísticos que este humilde escribidor ha citado tantas veces en los suyos que no cometerá la descortesía de repetirlos de nuevo.
Por lo que se refiere a Cataluña, Macià, Companys y sus secuaces tuvieron la oportunidad de empezar a poner manos a la obra durante aquella malhadada República que sigue presentándosenos como modelo de democracia. Un ejemplo entre mil: el periódico ¡Nosaltres sols! explicó el 14 de noviembre de 1931 sus propuestas para conseguir el apoyo mayoritario de las nuevas generaciones:
La única solución sería la de instruirlos, algo casi imposible si pasan de la treintena: árbol que creció torcido, difícilmente se endereza. Pero si de las generaciones de ahora no podemos esperar gran cosa, ¿cabe pensar lo mismo de las que llegan y las que vienen? Los niños y los jóvenes son dúctiles como la cera, y adoptan la forma que se les quiera dar.
Pero llegó la guerra y la derrota de los separatistas, por lo que tuvieron que esperar cuarenta años para poder continuar con su estrategia a largo plazo. Y, efectivamente, no tardaron en poner manos a la obra con la tenacidad que caracteriza a todo fanático. Apuntalada por los crímenes etarras –incluidos, en aquel trascendental verano de 1979, el asesinato frustrado de Gabriel Cisneros y la oportunísima matanza del hotel Corona de Aragón disfrazada de accidente–, la insistente reclamación de las competencias educativas durante las negociaciones constitucionales y estatutarias no fue un capricho sin importancia. Pues junto con el control de los medios de comunicación, la utilización de la escuela ha sido el principal objetivo de unos catalanistas muy conscientes de que la educación de los niños es el camino más eficaz para conseguir que las siguientes generaciones asuman determinadas doctrinas como una parte más de su formación, aparentemente tan neutral y objetiva como las matemáticas o la química.
Basta con recordar el documento interno de Convergència i Unió que sacó a la luz El Periódico de Cataluña el 28 de octubre de 1990, en el que se desarrollaba minuciosamente el programa totalitario de nacionalización impulsado por el Gobierno de Pujol, motivo más que suficiente para haber aplicado el artículo 155 ya en aquel entonces. Por lo que se refiere al apartado dedicado a la educación, establecía como principal objetivo el de "impulsar el sentimiento nacional catalán de los profesores, padres y estudiantes". Y como actividades fundamentales se fijaban las siguientes:
Elaboración de un plan de formación permanente y de reciclaje del profesorado que tenga en cuenta los intereses nacionales; catalanización de los programas de enseñanza; promover que en las escuelas universitarias de formación del profesorado de EGB se incorporen los valores educativos positivos y el conocimiento de la realidad nacional catalana; reorganizar el cuerpo de inspectores de forma y modo que vigilen el correcto cumplimiento de la normativa sobre la catalanización de la enseñanza. Vigilar de cerca la elección de este personal; incidir en las asociaciones de padres, aportando gente y dirigentes que tengan criterios nacionalistas; velar por la composición de los tribunales de oposición.
Un cuarto de siglo después se constata que la aplicación del programa ha sido esmerada y sus resultados, más que satisfactorios: el sistema educativo catalán es una eficacísima fábrica de nacionalistas. No hay más que ver las encuestas: ¿a qué se deberá que el porcentaje de voto separatista aumente notablemente según se desciende en edad? ¿Al cambio climático? ¿A algún ingrediente del Cola Cao? ¿A Franco?
Los testimonios y las evidencias se cuentan por miles, por lo que sobra mencionarlos. Basta un breve paseo por Youtube buscando las palabras adoctrinamiento, niños y Cataluña para hacer vomitar a un buitre.
¿Seguirán nuestros muy mediocres gobernantes negando la evidencia, atentando contra la decencia y desesperando a millones de españoles, sobre todo a las familias catalanas que lo tienen que sufrir en sus carnes y en las de sus hijos? ¿Seguirán sin darse cuenta de que, sin la extirpación radical y definitiva del adoctrinamiento totalitario, el famoso artículo 155 no habrá servido para nada y de que volveremos a encontrarnos con los mismos problemas de hoy, agravados y aumentados, dentro de muy poco tiempo? ¿Seguirán empeñados en no enfadar a los separatistas, esos chicos que merecen el respeto, el agradecimiento y el cariño de todos los españoles?