Hace un par de años dos doctores de la Universidad de Melbourne, Giublini y Minerva, revolvieron la cuestión del aborto al defender en el Journal of Medical Ethics que no hay diferencia entre un feto y un recién nacido, por lo que se justificaría lo que llamaron aborto postparto.
Lo que en un principio parecía una ironía para denunciar el muy relativo, arbitrario y discutible método de los plazos tratábase, sin embargo, de una reflexión sobre el hecho de que un feto y un recién nacido son dos seres moralmente equivalentes, puesto que ambos tienen en sí el potencial de convertirse en personas. Pero lo que para unos es un argumento para defender la intangibilidad de la vida tanto del feto como del neonato (si tras salir del claustro materno no se le puede matar, ¿por qué antes de salir sí?), para otros sirve para justificar la muerte tanto del uno como del otro (si mientras está en el claustro materno se le puede matar, ¿por qué una vez salido no?). Los autores defendían que quizá el infanticidio debiera ser permitido en todos los casos en los que lo es el aborto, y no sólo por deformaciones o enfermedades no detectadas, sino también por circunstancias económicas, sociales o psicológicas sobrevenidas que convirtiesen al bebé en una carga. Es decir, se pasaría de la consideración del niño como poseedor del derecho a vivir simplemente por ser humano a hacer depender ese derecho del hecho de ser o no ser deseado. Y por si fuera poco se cuestionaban la alternativa al infanticidio, la entrega en adopción, porque "podría causar a los padres un estrés psicológico insoportable". Por lo visto, matar a su hijo no.
Y no seamos cándidos: una vez abierta la caja de Pandora, de ella puede salir cualquier cosa. De hecho, ya lleva mucho tiempo saliendo: por ejemplo, en países como India y China se practican miles de abortos para seleccionar el sexo, pues se considera que las niñas son menos rentables que los niños. Aceptemos el aborto y no tardará en llegar el día en que las nuevas categorías de vidas suprimibles nos darán desagradables sorpresas.
Pero no se carguen las culpas sobre los hacedores de leyes, porque la clave de la cuestión no está en si los gobiernos son culpables o no de redactar tal o cual ley que prohíba, penalice, tolere o bendiga el aborto. ¿Acaso la tragedia del aborto se soluciona metiendo a cien mil mujeres en la cárcel cada año? La clave está en el hecho de que esas cien mil mujeres, y otros muchos cientos de miles de maridos, novios, familiares, médicos, amigos, políticos y ciudadanos en general ven el aborto como una solución para las molestias del embarazo. Ya lo señaló breve y contundentemente Julián Marías al calificar "la aceptación social del aborto" como "lo más grave que ha acontecido en este siglo".