Fue su más importante promesa electoral en 2008: él iba a unir un país dividido. Una y otra vez prometía suturar la brecha política, poner fin a la amarga polarización de la vida norteamericana, desterrar "la política despiadada" que "nos divide en lugar de unirnos". Esta fue, sí, más que ninguna otra, la promesa de esperanza y cambio que ofrecía Barack Obama.
En cada etapa de su viaje a la Casa Blanca –desde el discurso de Boston que le dio a conocer a escala nacional hasta su discurso de investidura, en enero de 2009–, Obama se presentaba como el gran sanador. Los resabiados dirán que el partidismo y el encono son algo tan viejo como la propia democracia norteamericana, pero Obama insistía en que él acabaría con eso cuando fuera presidente. El estilo tóxico de hacer política no era imprescindible. Pónganme en lo más alto del escalafón, aseguró ante un auditorio entregado en Ohio dos días antes de los comicios de 2008, y "le pondremos fin de una vez por todas".
Millones de electores le creyeron. Se creyeron su promesa de cambio radical de la vida pública americana. Confiaron en el liderazgo que proponía. En cambio, lo que obtuvieron fue la presidencia más divisiva y polarizadora de los últimos tiempos. ¿Dónde quedaron el civismo y la buena voluntad que iban a caracterizarle? "Eso no lo he conseguido del todo", reconoce. "Ni siquiera me he acercado".
En septiembre, una crónica publicada en Politico mostraba que Obama y sus asistentes más cercanos habían recurrido "con mucha más frecuencia" a los insultos y ataques personales que el equipo de Romney. El tipo que accedió a la Presidencia condenando "el sectarismo, la mezquindad y la inmadurez" se presenta ahora para la reelección haciendo y abuso de calumnias y comentarios de baja estofa: uno de sus lugartenientes dice que las declaraciones fiscales de Romney podrían ser delictuosas, su vicepresidente acusa a los republicanos de querer "volver a encadenar" a los votantes, en un vídeo de su campaña se equipara a Romney con "un vampiro"... "Los ataques personales contra Romney encabezados por Obama", concluía Politico, "han sido inclementes y desmedidos".
La brutal carga de negatividad de Obama no debe explicarse como la mera e inevitable rendición del idealismo al realismo. Es cierto que los presidentes se han lamentado a menudo de la estridencia de la política americana: Abraham Lincoln quiso "cauterizar las heridas del país", George W. Bush se postuló como "el aglutinador, no el divisor", incluso Richard Nixon dijo que su "gran objetivo" sería "unir al pueblo americano". Pero sólo Obama hizo de la unidad nacional y la armonía bipartidista la justificación de su candidatura.
El 44º presidente nunca ha sido el sanador en jefe que prometió ser. Desde el principio recurrió al golpe bajo, avivó los resentimientos, demonizó a sus críticos y enfrentó a los americanos demócratas con los americanos republicanos. Sus defensores aducen que no ha tenido otra opción, dada la implacable oposición de los republicanos. Pero lo cierto es que todos los presidentes tienen que frente a la oposición. Los demócratas combatieron a Bush con vehemencia, los republicanos fueron feroces con Bill Clinton. Obama nunca condicionó "la esperanza y el cambio" al apoyo republicano a su programa. Su condición era que le eligieran presidente.
"El candidato de la esperanza en 2008 va camino de convertirse en el candidato del miedo en 2012", escribía el periodista del New York Magazine John Heilemann la pasada primavera. Y añadía:
A quienes aún miren con arrobo a Obama, los meses venideros les servirán de auténtica revelación: Obama no es un salvador, no es un santo, no está por encima del bien y del mal; es un camorrista curtido y follonero que no retrocede y que está dispuesto a hacer lo que haga falta para permanecer en el poder.
El presidente dice ahora que su mayor "decepción" es no haber sido capaz de elevar el discurso de la política americana. Puede que para incontables votantes represente una decepción mayor el que ni siquiera lo haya intentado.