Los meses previos a la guerra de Irak estuvieron repletos de vehementes muestras de rechazo a la misma, plasmadas en editoriales, anuncios y concentraciones tan multitudinarias que algunas incluso entraron en el Libro Guinness de los Récords.
Con tanta gente en contra, ¿la apoyó alguien?
Bueno, si usted es como la gran mayoría de los americanos, pues... usted mismo. En febrero y marzo de 2003, los sondeos de Newsweek arrojaban que el 70% de la opinión pública estaba a favor de la intervención militar en Irak; parecidos resultados ofrecían los de Gallup y el Pew Research Center. El Congreso había dado el visto bueno a la invasión unos meses antes, con una clara mayoría bipartidista. Entre los muchos demócratas que votaron a favor de la guerra estaban los senadores John Kerry, Hillary Clinton y Joe Biden.
Aunque la Guerra de Irak se convertiría más tarde en el reclamo demócrata predilecto para cargar contra George W. Bush, republicanos y demócratas por igual habían entendido desde hacía tiempo que Sadam era una amenaza letal que debía eliminarse por la fuerza. En 1998 el presidente Bill Clinton aprobó la Ley para la Liberación de Irak, que hacía del derrocamiento del iraquí una cuestión de política norteamericana. "Si la historia de los seis últimos años nos ha enseñado algo", había dicho Kerry dos años antes, "es que Sadam Husein no entiende la diplomacia, sólo entiende la fuerza".
La armonía bipartidista fue una de las primeras bajas de la guerra. Una vez quedó claro que Sadam no tenía armas químicas y biológicas, una de las grandes justificaciones de la invasión, la unidad dio paso a las recriminaciones. No importó que prácticamente todo el mundo – republicanos y demócratas, analistas de la CIA y el Consejo de Seguridad de la ONU, hasta los propios militares de Sadam– estuviera seguro de que se iban a encontrar armas de destrucción masiva. Ni que el tirano hubiera utilizado con anterioridad armas de destrucción masiva para matar a hombres, mujeres y niños. La tentación de exagerar un fallo de inteligencia y presentarlo como una mentira era políticamente irresistible.
Cuando al relativamente rápido derrocamiento de Sadam le siguió una lucha insurgente larga y sangrienta, la oposición a la guerra cobró fuerza. Para muchos pasó a ser artículo de fe que la victoria no era una opción. La guerra para deponer a Sadam no era simplemente "la locura de Bush", sino –en palabras del líder de la mayoría en el Senado, Harry Reid (2007)– "el peor error de la política exterior" norteamericana.
Pero luego vendría el exitoso surge de Bush, y el rumbo de la guerra dio un vuelco.
Para cuando Bush abandonó el Gobierno, la insurgencia estaba diezmada, la violencia se había reducido un 90% y los iraquíes estaban gobernados por políticos a los que ellos habían votado ellos mismos. Distaba mucho de la perfección, pero "algo que se parece bastante a una democracia está empezando a echar raíces en Irak", informaba Newsweek a principios de 2010. En su portada, la revista anunciaba: "Por fin, victoria".
O eso habría podido cantarse, si el nuevo Comandante en Jefe no hubiera insistido tanto en echar el cierre.
En octubre de 2011, el presidente Obama –pasando por alto a los jefes militares, que le recomendaban mantener sobre el terreno un contingente de 18.000 hombres– anunció que todos los efectivos norteamericanos estarían fuera de Irak para finales de ese mismo año. Fue una decisión popular, la mayoría de los estadounidenses estaban comprensiblemente hastiados de Irak. Pero abandonar a los iraquíes y a su recién nacida democracia fue una insensatez.
"Dejó al primer ministro Maliki las manos libres para ser un chií más sectario de lo que lo hubiera sido con Estados Unidos vigilando", ha escrito el historiador militar Max Boot. Y con Maliki cargando contra la oposición suní, parte de ésta vuelve a hacer "causa común con Al Qaeda en Irak", que estuvo en trance de extinción durante el surge. Es un triste consuelo saber que mucha gente alertara ya en 2011 de que iba a pasar precisamente eso.
En definitiva, ¿valió la pena la guerra de Irak? Los americanos están lejos de ponerse de acuerdo al respecto. Nunca está claro el veredicto de la historia cuando ha pasado tan poco tiempo. Sea como fuere, lo cierto es que la invasión de hace diez años puso fin al reinado de un tirano genocida y garantizó que sus monstruosos hijos no le sucedieran; inculcó el miedo en otros dictadores, lo que condujo a que el libio Muamar Gadafi, por ejemplo, renunciara a su arsenal de armas de destrucción masiva, e hizo que los iraquíes experimentasen en primera persona los beneficios de vivir bajo un Gobierno democrático.
Como todas las guerras, incluidas las de liberación, la de Irak tuvo un coste tremendo. Pero el statu quo ante era peor.