El reciente fallo del Tribunal Supremo en el caso de la ley de inmigración de Arizona zanja del debate en torno a si los estados pueden hacerse cargo de violaciones de la ley federal de inmigración (no) u obligar a las fuerzas del orden a comprobar la documentación de los detenidos sobre los que sospechen que se encuentran de manera ilegal en el país (sí). Pero lo cierto es que dicha sentencia no sirve en absoluto para poner remedio al disfuncional régimen migratorio, ni para aclarar qué ha de hacerse con los inmigrantes ilegales. Tampoco sirve, en este sentido, el anuncio del presidente Obama de que la mayoría de los jóvenes ilegales que llegaron al país siendo niños podrán quedarse aquí sin temor a la deportación. Ni el frenético ritmo de deportaciones previo al referido anuncio presidencial: en sus primeros tres años, Obama expulsó a 1,2 millones de inmigrantes ilegales, más que ningún otro presidente desde los años 50.
A pesar de las tormentas que genera el debate sobre la inmigración, significativamente hay poca inclinación a profundizar. Las propuestas van desde la Dream Act, que pondría la ciudadanía al alcance de cientos de miles de jóvenes ilegales, hasta las de los duros que quieren poner tantas trabas al acceso de los ilegales a un puesto de trabajo, que éstos acabarían autodeportándose. Pero la arquitectura básica de la legislación sobre inmigración –con su maraña de regulaciones y cuotas y la premisa de que hay que regular estrictamente la inmigración– no suele tocarse.
El caso es que el problema de nuestro régimen migratorio no es que haya muchísima gente quebrantando las reglas. El problema es que las reglas son irracionales, intransigentes y contraproducentes.
Nuestra política de inmigración aspira a controlar la cifra de inmigrantes que entran en el país, a estipular de qué zonas del planeta deben proceder los inmigrantes, a especificar cuán estrecha ha de ser la relación entre los inmigrantes y el resto de la población y a decidir qué puestos de trabajo han de desempeñar los recién llegados. Así, cada año se facilitan exactamente 226.000 green cards a los inmigrantes beneficiarios de la denominada reunificación familiar. De esas 226.000, 23.400 son para hijos de ciudadanos estadounidenses que contraen matrimonio con extranjeros, y 65.000 están reservadas a hermanos de ciudadanos estadounidenses. Los permisos de trabajo son aún más difíciles de conseguir. Sólo se expiden 140.000 cada año, y aquí también hay subcuotas, como en el caso anterior; una de ellas especifica que la cifra de inmigrantes procedentes de un mismo país no puede superar el 7% del total.
Bizantina en su complejidad, indiferente a las presiones de la oferta y la demanda del mundo real, la política de inmigración produce indefectiblemente tremendos cuellos de botella. Hay inmigrantes en potencia que han de esperar durante décadas para poder hacerse con una tarjeta verde. Para otros, en cambio, no hay lista de espera en la que apuntarse. Como consecuencia de todo ello, el incentivo para penetrar ilegalmente en el país es muy poderoso.
Las cuotas y las preferencias fueron características de nuestra política de inmigración durante la mayor parte del siglo pasado. A estas alturas, a la mayoría de los americanos le resultaría difícil concebir un sistema radicalmente distinto. Pero lo cierto es que durante la mayor parte de nuestra historia el sistema ha sido radicalmente distinto. La inmigración ha solido ser irrestricta. La mayoría de la gente de bien era libre de trasladarse a Estados Unidos. Determinadas categorías de personas quedaban por ley excluidas, pero sólo porque se las consideraba verdaderamente indeseables: por ejemplo, aquellas que padecían alguna enfermedad "repugnante o muy contagiosa". Al margen de la desafortunada y racista Ley de Exclusión de los Chinos, de 1882, no fue hasta los años 20 que el Congreso empezó a imponer límites arbitrarios al número de individuos que podían venir a América, o desde determinados países. Empujado por una respuesta nativista a lo que sería la mayor ola migratoria de la historia americana, el Congreso aplicó entonces por vez primera las ahora tan frecuentes cuotas.
Desde el punto de vista económico, las cuotas son indefendibles, no en vano quitar escollos a la inmigración es una de las medidas más favorables al crecimiento que puede adoptar un país. Pero es que también lo son desde el punto de vista político. Debido a las arbitrarias restricciones, a los inmigrantes se les considera ilegales no porque objetivamente no sean aptos para la ciudadanía americana, sino porque no entran en una cesta cuyas dimensiones han sido fijadas de manera aleatoria. Peor aún: esas mismas restricciones crean distorsiones que inducen a muchísimos inmigrantes a cruzar la frontera de forma ilegal. Lo que a su vez genera la indignación y la desconfianza que hacen tan enconados los debates sobre inmigración.
Tenemos otras opciones. Podemos, por ejemplo, reducir el número de visas otorgadas para reunificaciones familiares y las preferencias nacionales, y aumentar el de las concedidas por sorteo. Podemos también –como ha sugerido, entre otros, el Premio Nobel de Economía Gary Becker– vender los visados, sin límite de oferta alguno. Incluso –aunque ahora parece políticamente imposible– podríamos volver a una política de fronteras abiertas, con las exclusiones que dicte el sentido común.
Sea como fuere, tenemos que repensar nuestra política de inmigración. La solución no tiene por qué proceder de un sistema de cuotas. La política migratoria no fue tan disfuncional en el pasado. El sistema de cuotas es un viejo error, pero no tiene por qué seguir acompañándonos.