Dos meses después de la rendición de Alemania en la Segunda Guerra Mundial, los votantes británicos plantaron al primer ministro conservador que había llevado a la nación a la victoria, Winston Churchill, y lo reemplazaron con Clement Attlee, cuyo Partido Laborista había ganado las elecciones por goleada. Resentido por su derrota, Churchill rechazó con desprecio la oferta del Rey Jorge de un título nobiliario. "No podría aceptar la Orden de la Jarretera de mi soberano", dijo, "cuando he recibido la orden de la patada por parte de su pueblo".
La semana pasada, los votantes norteamericanos impusieron a los republicanos la orden de la patada, privándoles de 29 escaños en la Cámara de Representantes y seis en el Senado, y haciendo a los demócratas una vez más los reyes del capitolio. Fueron los peores resultados del Partido Republicano en décadas y, desde el martes, analistas de todo el mundo han estado haciendo la autopsia de los mismos. Así es fácil. Pero considere lo dicho por una de las mentes más privilegiadas de la política estadounidense, que explicaba casi una semana antes de las elecciones el motivo por el que los candidatos republicanos estaban a punto de recibir un varapalo:
"El motivo por el que nos encontramos en este momento", decía el expresidente Bill Clinton a un grupo de donantes demócratas el 1 de noviembre, "es que ellos no representan con fidelidad a los republicanos ni a los independientes más conservadores del país. De otro modo, nosotros no estaríamos aquí esta noche. Esto es algo grande, profundo y arrollador". En otras palabras, según el demócrata más popular de la nación, los republicanos estaban a punto de ser castigados en las urnas por haber abandonado los principios republicanos. Los votantes no iban a apartar al Partido Republicano porque su agenda se hubiera hecho demasiado conservadora, sino por no haber sido lo bastante conservadora.
Exactamente.
El 7 de noviembre fue una debacle para los republicanos, no para los conservadores. Los demócratas ganaron poder en Washington, pero no faltaron pruebas por todo el país de que el movimiento tectónico de la nación hacia la derecha aún sigue su curso. Por ejemplo, otros siete estados aprobaron enmiendas constitucionales prohibiendo el matrimonio homosexual; solamente en Arizona una enmienda constitucional contra el mismo perdió, y por un margen estrecho. La respuesta al desgraciado veredicto Kelo vs. New London del Tribunal Supremo en el 2005 también continuó, con votantes de diez estados aprobando nuevas leyes para proteger a los propietarios de los abusos de las expropiaciones.
La Iniciativa de Derechos Civiles de Michigan fue a la vez una brillante victoria conservadora y una humillante derrota republicana. Por un impresionante margen de 16 puntos, los electores de Michigan dijeron no a la discriminación positiva racial y de sexo en el funcionariado, la educación y la contratación pública. Pero el Partido Republicano, que se había unido a los demócratas, las grandes empresas y los activistas de la izquierda en su oposición a la iniciativa, no logró rascar ningún beneficio político. El Partido Republicano se había deshecho de su credo libre de prejuicios raciales con la esperanza de aguar el giro demócrata que se preveía en las elecciones. Al final, los demócratas arrasaron de todas maneras, mientras que la iniciativa de derechos civiles que los republicanos deberían haber apoyado salió adelante con un margen 58 a 42.
La próxima portavoz de la Cámara, Nancy Pelosi, es una progre de toda la vida de San Francisco, pero muchos de los novatos entrantes de su partido hicieron campaña como conservadores declarados. El demócrata de Indiana Brad Ellsworth, por ejemplo, se describe a sí mismo como antiabortista, favorable al matrimonio tradicional, "un cazador que apoya la Segunda Enmienda", y "un sheriff local" que luchará "para proteger a nuestros hijos de la violencia y la basura de la televisión y de Internet". Tanto él como otros conservadores "de izquierda" empujarán vigorosamente a la nueva mayoría demócrata hacia la derecha, al tiempo que la derrota de republicanos progresistas como Nancy Johnson, de Connecticut, o Jim Leach, de Iowa, llevará a la minoría republicana del Congreso número 110 también a la derecha.
Los votantes estaban hartos de los republicanos, y tenían toda la razón para estarlo. En 1994 el Partido Republicano llegó al poder arrasando sobre su "Contrato con América", una plataforma de principios de contención fiscal, un gobierno más pequeño, responsabilidad individual y una práctica política más limpia. Una docena de años después, olvidado aquel contrato, el Partido Republicano daba vergüenza ajena; se había convertido en el partido de presupuestos federales agigantados, indulgentes leyes agrícolas y de transporte, y gasto electoralista infinito. En lugar de procurarnos un alivio fiscal permanente y reformar la Seguridad Social, los republicanos ampliaron el gasto farmacéutico y apoyaron la represiva ley McCain-Feingold contra la libre expresión política. Y lo peor de todo es que el partido que se había preciado de ser el antídoto a la corrupción demócrata ahora hedía de sus propios escándalos. Semana tras semana, el desfile de republicanos moralmente degradados parecía alargarse: Jack Abramoff, Bob Ney, Mark Foley, Duke Cunningham... Los votantes finalmente se han hartado. Las encuestas a pie de urna en toda la nación concluyen que fue la corrupción y los escándalos, mucho más que la impopular guerra de Irak, lo que tenían en mente los votantes el día de las elecciones.
La carrera política de Churchill no terminó en 1945. Volvió después de su derrota, y los republicanos también pueden regresar. "No perdimos solamente nuestra mayoría", decía un representante del Partido Republicano el otro día, "perdimos el rumbo". Cuando estén dispuestos a encontrarlo de nuevo, volver a leer el Contrato con América sería un buen punto de partida. Como Bill Clinton podría decirles, al electorado les gustan los republicanos más que nada cuando están a la altura de sus propios ideales.