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Jeff Jacoby

El deterioro del buen juicio

Los magistrados del Supremo deberían limitarse a un único mandato de 18 años. No permitimos que nuestros presidentes sigan en el cargo de por vida. ¿No es hora de que hagamos lo mismo con el Supremo?

En el verano de 1990, el presidente de la sala del Supremo William Brennan se jubiló y el presidente George H. W. Bush lo reemplazó por el magistrado David Souter. Unos cuantos días más tarde, el magistrado Thurgood Marshall echaba pestes de la elección de Souteren una entrevista con el corresponsal de ABC News Sam Donaldson.

"Cuando surgió su nombre por primera vez, estaba viendo la televisión", decía Marshall. "Llamé a mi mujer y le dije: '¿Alguna vez has oído hablar de este hombre?' Ella dijo, 'No'". Marshall declaró despreciativamente que no tenía "la menor idea" de por qué Bush había designado a Souter. No supo decir nada bueno del presidente; de hecho dijo a Donaldson, "le considero muerto".

Cuando el sorprendido periodista señaló que Bush estaba muy vivo, Marshall espetó: "Tiene toda la maldita razón. Simplemente no entiendo lo que está haciendo. No lo entiendo". Un momento después, afirmó que si Bush "se presentara, yo votaría en su contra. No tengo duda alguna".

Fue una actuación vergonzosa e indecorosa, y dejó en evidencia ante la opinión pública lo que los iniciados del Tribunal ya sabían: el otrora formidable Marshall, 82 años, iba de capa caída, no sólo física, sino mentalmente. "Los que vieron esa entrevista", decía Donaldson cuando se emitió, "van a pensar que... perdió la razón".

Tal vez no la haya "perdido" por completo, pero por entonces estaba claro que Marshall ya no era un magistrado totalmente dedicado al Tribunal Supremo. Pasaba horas viendo la televisión durante el día y contando batallas, al tiempo que dejaba a sus asistentes la redacción de su voto particular. En su mejor momento, Marshall había sido un letrado magistral y el indispensable estratega jurídico del movimiento de los derechos civiles. Pero ahora"parecía distante y desinformado", como escribiría más tarde uno de los asistentes del magistrado Lewis Powell. Hacia1990, recuerda otro, "Marshall ya no regía, ni siquiera daba la impresión de cumplir con sus responsabilidades".

La vista de confirmación de Elena Kagan ante el Comité Judicial del Senado de esta semana ha sido sobre todo una formalidad; la asistente del fiscal general se convertirá a los 50 años en la jueza número 112 del Supremo. Según la Constitución, ese cargo, y la autoridad extraordinaria que conlleva, serán entonces suyos el tiempo que elija ejercerlos. Kagan fue asistente de Marshall a finales de la década de los 80, cuando él ya estaba "en su declive y alienado, aislado", como observaba su biógrafo Juan Williams el mes pasado. Puede que le doliera ver al hombre al que admiraba enormemente aferrándose al poder más allá del punto en que debió haber abandonado el ejercicio judicial. Pero no hay nada que le impida a ella hacer lo mismo algún día. Demasiados magistrados lo hacen. El presidente del Tribunal, William Rehnquist, se negó a jubilarse mientras se moría de un cáncer de tiroides. Un ictus dejó al juez Hugo Black progresivamente desorientado, afectadas gravemente su memoria y su atención, pero siguió ejerciendo hasta unos días antes de su muerte. El juez William O. Douglas, afectado también por los estragos de un ictus, empezó a dormitar durante las argumentaciones de los casos y en ocasiones balbuceaba hasta la práctica incoherencia; sólo después de 10 meses de esto accedió a abandonar el ejercicio.

"El deterioro del estado mental entre los jueces veteranos es un problema recurrente", escribía el historiador David J. Garrow en un análisis detallado de la cuestión en el 2000. La historia del Tribunal está llena de ejemplos de magistrados que emiten fallos importantísimos... mientras sus colegas y/o familias albergan serias dudas de su capacidad mental". Peor aún, "la senilidad ha sido un problema aún más frecuente en la judicatura del siglo XX que en la del XIX".

Los redactores de la Constitución pensaron que el cargo vitalicio era imprescindible para salvaguardar la independencia judicial, pero no preveían el inmenso poder que albergaría el Tribunal Supremo. Tampoco pudieron haber predicho que la esperanza de vida estadounidense, que rondaba los 40 años en sus tiempos, se extendería de forma tan drástica durante los dos siglos siguientes. De haber sabido que los jueces se enrocarían ejerciendo en el Tribunal durante dos o tres décadas, a menudo hasta una edad avanzada con todos sus signos de deterioro, es dudoso que el mandato vitalicio les hubiera parecido una idea tan buena.

No hay otra democracia relevante que conceda mandatos ilimitados a sus magistrados más importantes; tampoco ningún estado, excepto Rhode Island. La mayoría de los estadounidenses son partidarios de poner fin al ejercicio vitalicio, y la Constitución debería enmendarse para plasmar eso. Los magistrados del Supremo, como ha propuesto un buen número de eruditos, deberían limitarse a un único mandato de 18 años. No permitimos que nuestros presidentes sigan en el cargo de por vida. ¿No es hora de que hagamos lo mismo con el Supremo?

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