El otro día Iñaki Gabilondo nos sorprendía al reconocer que Aznar tenía razón en su planteamiento de lucha contra el terrorismo. Su reacción, concomitante al fallo del Tribunal de Estrasburgo, podría explicarse de muchas maneras, según el encuadre que se le diera. Pero a mí me interesa desvelar y entender la ideología y la psicología subyacentes a su paradójica afirmación. Tenemos por un lado, mirándolo desde la óptica psicológica retorcida pero inmediata, su tartufería de sacerdote resentido, esa falsa humildad nacida de un violento orgullo, que explicaría en parte que admitiera haber estado en un error (sintiendo que tiene, pese a todo, en el fondo y en lo fundamental, la razón).
Pero en el terreno ideológico, que es en sus sustratos más hondos también psicológico, las explicaciones van menos dirigidas al personaje en particular y sus circunstancias y revelan algunos aspectos de la forma de pensar de los progresistas.
Debemos partir de una constatación: en política, la mano izquierda es la que se eleva para el saludo demagógico, la que arrea la bofetada coactiva, así como la que se mete en el bolsillo del contribuyente (ese ser abstracto cuyo rol social pasa por convertirse en socio capitalista de la ruinosa empresa del gasto público). La mano derecha permanece escondida en la espalda, invisible y solamente algunos tipos despiertos como Adam Smith se percatan de que dirige el mercado y, en general, todas las cosas, en este mundo de necesidades y escaseces. En general los progresistas creen que se puede progresar a empujones, tantas veces empellones, de esa mano izquierda grande, visible, torpe y de ruda fuerza. Los liberales en cambio piensan que es mejor dejar actuar a esa otra mano, la derecha, que con suavidad quita y pone, ordena y deshace, y va poco a poco moldeando la bella y proporcionada escultura de una sociedad próspera y libre.
En su permanente campaña propagandística, los ideólogos y creyentes del gran sueño progresista, sugieren que "la derecha" no quiere solucionar los problemas, que no quiere mejorar las cosas, es más: desea mantener un status quo de desigualdad e injusticia que beneficia sólo a unos pocos (exactamente lo que se decía de la política de Aznar contra ETA). Concretamente en el terreno de la justicia, los sacerdotes de la religión progresista mantienen vivos varios mitos, a cual más erróneo y dañino. Por encima de todos hay dos:
Primero tenemos el mito de la tabla rasa, de la mente humana perfectamente moldeable por la sociedad, que les mueve a creer con firmeza en la posibilidad de reformar al delincuente y al malvado inculcándoles los valores "sociales" de los que parecen haberse desviado y así poder reinsertarle en la sociedad (el diálogo con ETA todo lo puede). Pensemos en todos esos delincuentes que salen a la calle "reinsertados", y vuelven a delinquir.
Segundo tenemos el mito del positivismo jurídico, según el cual lo que dicte un juez es la verdad. La autoridad, en este caso la judicial, determina lo que es correcto o incorrecto, lo que es bueno y malo, lo que es justo e injusto, lo que es cierto y lo que es falso. Así, la sentencia del 11-M no merece ya revisión alguna, es la verdad, y cualquier intento de revisarla responde a algún perverso y espurio interés político o a una conspiranoia demencial.
Por otro lado, y relacionado sólo parcialmente con la justicia, tenemos el mito político de la democracia absoluta, según el cual todos los votos son idénticamente legítimos, de modo que todas las ideas que representan deben ser representadas dentro del marco institucional democrático. Este mito se asienta en el relativismo moral, en el polilogismo según el cual tanto valen unas ideas como otras, siendo a priori solamente distintos puntos de vista con igual peso racional, lógico y moral, que adquieren mayor peso de legitimidad exclusivamente en función del número de votos. Los cientos de miles de votos de ETA serían pues tan válidos como cualesquiera otros, así como las ideas (ay, y los actos a los que conducen) votadas. No es de extrañar, por tanto, que se quiera dialogar con ellos, al considerar que sus X mil votos les hacen dignos representantes de una parte no desdeñable de la "ciudadanía" que merece ocupar las instituciones.
En el caso que nos ocupa, con el fallo de Estrasburgo el positivismo jurídico se ha impuesto al deseo de reinsertar a los etarras en la política y la sociedad, y se ha impuesto además desde las instituciones europeas, tan veneradas por los progresistas de mentalidad provinciana de nuestro país. Hay que acatar y callar. Pero Aznar tenía razón desde el principio, y ellos estaban entonces y están ahora equivocados de raíz.