El emperador Juliano trató infructuosamente de resucitar el cadáver del paganismo entre las ruinas del mundo clásico. Fue por ello calificado por la historiografía cristiana posterior como "el apóstata". No se trataba, empero, de un apóstata. Su deseo era restaurar un viejo orden ya irremisiblemente perdido.
Pasados casi dos milenios el cristianismo ha dejado de ser nido de fanatismos. Pero en el imaginario colectivo son conspicuas las imágenes de un Vaticano de poder muy terrenal, una inquisición implacable y un espíritu profundamente contrario a toda expresión del espíritu, científica o artística, contraria, real o figuradamente, a la fe imperante.
Los mártires de la opresión cristiana no eran devorados por los leones en el anfiteatro. Su causa era la del progreso de las ideas, la de la democracia y la ciencia. Iconos de la nueva fe, muchos probablemente no se reconocerían en el retrato que ahora se hace de ellos.
El nuevo fanatismo ya no viste sotana ni lleva estola. No habla de Dios, ni de condenación eterna. Su Reino es de este mundo. El Paraíso está aquí, a la vuelta de la esquina. Es por nuestra obcecación y nuestros prejuicios que no somos capaces de vislumbrarlo y llegar a él. Con traje y sin corbata, su elite, y con ropas holgadas en su plebe, que revelan un afán de desenfado, los nuevos iluminados llevan bajo su brazo el catecismo del progreso, la igualdad y el laicismo.
Como el mejor aglutinador de esfuerzos y voluntades es un enemigo a la medida, nuestros modernos fanáticos, en su regular ejercicio de intolerancia, se ceban con la comunidad cristiana, debilitada en sus cimientos morales por la progresiva deshumanización de nuestra humana condición. El asidero de lo trascendente es resbaladizo, y el hombre que trata de agarrarse a él cae a tierra, viéndose expuesto a lo demasiado terrenal. No es por apostatar sino por no poder siquiera creer que se produce la caída. Y los profetas de la nueva fe prometen un más acá más lejano aún que el más allá otrora prometido por la vieja fe hoy declinante. Pero el espejismo tiene una elocuencia que ninguna evidencia puede contrarrestar.
Ahora quieren retirar crucifijos de todo lugar público, pronto incluso de las iglesias mismas. Persiguen a los cristianos como a los fumadores: se trata de adictos cuyo etéreo humo puede perjudicar seriamente la salud de quienes les rodean.
Cuanto más grande y pesada sea la cruz, tanto físicamente como históricamente, más preciso es hacerla desaparecer de la conciencia colectiva. Si además fue erigida por un poder profundamente conservador, contrario en su esencia, radicalmente, a la radicalidad de las ideas progresistas, tanto más necesaria se hace su eliminación.
Allí estuve, en la basílica benedictina del Valle de los Caídos, asistiendo por pura casualidad a la última misa de domingo previa al cierre decretado sumariamente por el Gobierno de Zapatero. Me contaba una mujer que vendía cupones de lotería de Navidad del Valle, que el monumento estaba cerrado al público por unas obras menores en absoluto necesarias. Recia, sólida, imponente, la construcción coronada por la enorme cruz no precisa apenas obras de remodelación, en todo caso pequeños mantenimientos.
Pero el cierre de las visitas culturales era solamente el movimiento previo. Detrás de él ha venido la prohibición de las misas. Y después vendrá, imagino, la creación de un museo de la memoria histórica o la demolición. Se trata sin duda de un enemigo a la medida de sus ambiciones, se trata, de hecho, de una pesada cruz.