Investigadores de la NASA han descubierto hace poco una bacteria capaz de utilizar arsénico en lugar de fósforo en sus procesos metabólicos. Los titulares a los que ha dado lugar este hecho sorprenden a todo profano en los arcanos de la bioquímica y la microbiología: ¿qué importancia puede tener que un átomo sea sustituido por otro muy similar en las estructuras y procesos de una célula? ¿Qué gran acontecimiento es éste en relación con la denominada astrobiología? ¿Nos dice algo sobre el origen de la vida en la tierra o en cualquier otro lugar del ancho y profundo universo?
También en fechas recientes unos arqueólogos hebreos han dado a conocer evidencias del paso de miembros de nuestra especie por Israel hace 400 milenios. Las más incontestables son unos dientes molares inferiores genuinamente humanos. Pero, ¿qué significa esto, cómo encajan estas pequeñas piezas dentales en el puzzle paleontológico del pasado del hombre?
Por sorprendente que le pueda parecer al observador ingenuo, las cosas no han sido siempre como lo son ahora, tan, digamos, humanizadas. Las claves de nuestro presente las debemos buscar en el pasado, ese pasado que, en ocasiones, miramos con horror y angustia, como algo por completo ajeno. El abismo del tiempo y una sucesión de azares y circunstancias ahora impensables han interpuesto numerosos oscuros velos entre nuestro orgullo y nuestros humildes orígenes.
Hubo un tiempo en el que el planeta que ahora habitamos junto con unos cuantos miles de miles de millones más de seres, no tenía inquilinos. Y a los científicos les interesaría averiguar cómo se pasó de lo inorgánico a lo orgánico, de lo abiótico a la vida, qué feliz concatenación de hechos fortuitos hizo que se reunieran varios átomos en moléculas complejas capaces de trabajar primero acaso solas y luego en equipos para crear nuevas moléculas iguales a ellas. Conocer esto sería conocer el origen de la evolución biológica, es decir, el primer movimiento de la sinfonía de la vida. Pues sin esos ladrillos bioquímicos hubiera sido imposible construir, a lo largo de eones de penosos ensayos y errores evolutivos, el noble templo de la biosfera. Y por eso resulta tan llamativa la noticia sobre el arsénico: ¿es que podría existir vida a base de átomos extraños a los que utiliza toda la vida conocida en la tierra para su estructura y su funcionamiento? ¿De qué pasta está hecha la vida? Y, lo más importante ¿de qué pasta podría estar hecha la vida, en todos los mundos posibles e imaginables?
Israel, tierra bíblica, es un lugar de enorme importancia en los orígenes de la cultura humana y, en particular, de nuestra cosmogonía. También lo es para rastrear los orígenes de nuestra biología y nuestro peregrinaje por la tierra. A partir de los datos proporcionados por la genética y la paleoantropología se ha venido confirmando que nuestro origen está en la inmensa África. Así lo atestiguan los homínidos más antiguos, allí encontrados, y la presencia exclusiva en dicho continente de nuestros más cercanos parientes, los chimpancés. Pero la idea de que el Homo sapiens sapiens, es decir, nuestra especie en todo el sentido estricto que permite el término especie, comenzara allí su andadura evolutiva hará poco más de doscientos mil años y saliese a conquistar el mundo hará entre cien mil y cincuenta mil años, pasando por Israel, queda en entredicho con el descubrimiento en la gruta de Qesem, cerca de Tel Aviv, de los molares humanos datados en 400 milenios de antigüedad.
Sí, evolucionamos, somos un sofisticado producto de la evolución biológica, ésa que comenzó hace unos cuatro mil y pico millones de años, o acaso antes, al formarse la primera molécula o el primer entramado bioquímico autoreplicante, y lo somos con toda la carga de nuestras virtudes y nuestros defectos, que, a fin de cuentas, valoramos de acuerdo con los dictados de la convivencia en grupo propia de animales sociales que nos ha legado esa larga evolución.