El siglo XIX fue un período de espectacular crecimiento económico y grandes expectativas en el ámbito del conocimiento. Las tecnologías y las fuerzas de la naciente industrialización condujeron a elevar los niveles de vida, al tiempo que los descubrimientos científicos contribuían a entender y mejorar las propias tecnologías y a explicar los fenómenos naturales de manera más satisfactoria. Embriagados por el optimismo que suscitaba tan exponencial avance, algunos científicos creyeron que se llegaría a un punto en el cual todo podría ser explicado físicamente y dentro de un marco perfectamente determinista.
El matemático Pierre Simon Laplace creía que sabiéndose todas las fuerzas que operan en la naturaleza en un momento dado podría predecirse sin error alguno el futuro. Su seguidor Adolphe Quetelet soñó con una física que permitiese comprender y dirigir los fenómenos sociales, a la que se denominó, naturalmente, física social. El ideal, a juicio de Quetelet, era l'homme moyen, el hombre medio. Dicho constructo con forma humana lo dedujo a partir de los resultados estadísticos de múltiples variables, que adoptaban todos ellos, sin excepción, la forma de una curva de campana, en la que la mayor parte de las observaciones se concentran en torno a la media. La idea aristotélica de que en el punto medio se encuentra la virtud adquiría con Quetelet y su hombre medio la categoría (aparente) de ciencia.
Lo que ahora se denomina "normalidad" no deja de ser, en cierto sentido, una copia imperfecta de la platónica (y aristotélica) propuesta de Quetelet. Una persona se presenta a sí misma como "normal" no para presumir de mediocridad, sino para poner de manifiesto ante los demás su predecibilidad, y por tanto que se puede confiar en ella, es decir, que es buena, que es virtuosa. El mensaje que envía quien se proclama como normal es el siguiente: "soy como tú, puedes confiar en mi". Es un mensaje que acompaña en demasiadas ocasiones, aunque no siempre, a ese otro de "nosotros", tan del gusto de los colectivistas, que sirve para discriminar y atropellar los derechos de quienes, por uno u otro motivo, son distintos.
Pero la sociedad humana, tal como está constituida hoy, dos siglos más tarde del prometeico nacimiento del mundo moderno, no puede sobrevivir a base de normalidad, ni de igualdad, ni de equilibrios. El siglo XX, que sucedió al optimismo decimonónico y precedió al tiempo en el que nos ha tocado vivir, puso a prueba las descabelladas concepciones de la mente tribal humana, sembrando el mundo de innecesarias muertes y miserias. Tanto el conservadurismo irreflexivo como el igualitarismo irracional, ambos totalitarios, expresan una normalidad espuria, un orgullo prepotente de la mediocridad, un afán de convertir al hombre medio de Quetelet en la guía de una sociedad de esclavos de la norma y su normalidad.
Los homosexuales representan, desde el origen de los tiempos, una minoría. Su aceptación en las distintas culturas ha sido variable, pero en ningún caso ha podido considerarse la homosexualidad como una norma. Esto tiene pleno sentido, a la luz de la evolución, dado que una sociedad humana en la que imperase el sexo homosexual no sería muy adecuada como marco para que sus miembros dejasen descendencia (y transmitiesen a través de las generaciones sus costumbres y sus predisposiciones genéticas). Es precisamente por ello que los biólogos evolutivos han reflexionado bastante sobre la cuestión de la homosexualidad, comportamiento por otro lado no exclusivo de nuestra especie. Algunos han llegado a afirmar que los genes que predisponen a la homosexualidad podrían dar lugar, en algunas personas que no llegaran a ser homosexuales, a un comportamiento más familiar y a prodigar mejores cuidados a la prole. Otros creen que los homosexuales favorecieron sus propios genes al servir de apoyo a sus familiares (quienes los comparten con ellos en mayor grado). Otros creen que el hombre es, sencillamente, hipersexual, pareciéndose en ello más a nuestros parientes bonobos que a los chimpancés.
Sea cual sea la explicación evolucionista del fenómeno, su ubicuidad en todo tiempo y lugar nos obliga a considerarlo natural, tan natural como la heterosexualidad, y, por tanto, tan normal. Aunque se desvíe de la media y de quienes tienen en ella puesta sus ramplones ideales.