Existe una generalizada tendencia a juzgar a los políticos por las intenciones que declaran tener más que por los resultados finales de sus acciones sobre nuestras vidas. Las intenciones declaradas, debidamente condimentadas con una correcta dicción, un porte entre elegante e informal, y una seriedad –que sugiera coherencia– trufada de sonrisas sociales –que sugieran benevolencia–, son los ingredientes básicos que dan el sabor agradable a esa primera impresión de la que quedamos estúpidamente prendados. Somos proclives a dejarnos engatusar por escenas bien tramadas y discursos bien hilvanados. Hay una conexión directa entre lo que percibimos a través de las ventanas de nuestros sentidos y nuestro cerebro emocional, que rápidamente etiqueta como buenas o malas las sensaciones que penetran nuestra mente desde fuera, antes de que razonemos sobre ellas, a partir de indicios otrora fiables y ahora engañosos. Somos, asimismo, animales sociales. Si alguien nos tiende la mano nos resulta difícil rechazarla. Alguien amable no puede ser malo, nos dice un diablillo sobre nuestro hombro izquierdo. Y es un error muy común, un auténtico sesgo en nuestro razonamiento, el considerar que todas las alabanzas que nos dirigen son sinceras. Así los aduladores se han abierto paso entre los bastidores de la sociedad y los demagogos sobre el escenario. Lo que tendríamos que pensar, cada vez que alguien se dirigiera a nosotros es "¿qué quiere éste de mí?", y no "¿qué puedo hacer yo por él?". Y cuando alguien nos prometiera grandes beneficios siempre tendríamos que preguntar: "¿y a qué coste?".
En las cuestiones de gran envergadura, las políticas, esas que van más allá de lo que como individuos o pequeños grupos organizados podemos desarrollar, existe un mecanismo sencillo y fiable de evaluar las consecuencias sobre nosotros de las acciones: el coste que se nos repercute. Dado que los beneficios suelen ser notablemente etéreos, cuando no inexistentes, el coste, aún no siendo el único argumento, se convierte en el principal.
El altruismo, a un nivel muy elemental, genuino y originario, es cosa de genes, familias y tribus (grupos muy reducidos con un alto grado de parentesco). Consiste precisamente en un coste: aquel en el que el actor incurre para beneficiar a otro. Puede ir desde asumir un pequeño riesgo o renunciar a una pequeña satisfacción hasta entregar la vida. La primera lección que podemos extraer de él es que nada es gratis. El altruista pondera inconscientemente la fortaleza de los lazos que le unen a quien ha de beneficiar.
Sobre ese cimiento biológico nuestra mente construye toda una serie de fantasías sociales en las que la hermandad es cosa universal, y con ella la propensión al altruismo, y lo hace tanto más cuanto más liberada está de centrarse en buscar soluciones para los problemas inmediatos que plantea la subsistencia.
El gran artificio del Estado moderno, que ejerce su monopolio de la coacción sobre inmensas e impersonales sociedades derivadas del progreso tecnológico y la división del trabajo, se ha valido de forma natural de este mecanismo psicológico para legitimar, a los ojos del rebaño ciudadano, su poder. Los abusos más recurrentes se dan en lo que se denominan redistribución de la renta y justicia social. Presuponen al tomar lo que nos pertenece –por ser un fruto de nuestro trabajo, talento o suerte– que debemos compartirlo con los otros como si de nuestros iguales y allegados se tratara. Pero el coste del altruismo no es aquí el mismo que en el contexto natural en el que emergieron los comportamientos altruistas: entregamos una parte de nuestra riqueza a personas que nos son completamente ajenas y causas en las que no creemos. Y para lograr que lo hagamos de buena fe manipulan nuestra psicología altruista, diseñada para beneficiar en exclusiva a los que tenemos cerca, que son aquellos cuyas necesidades reales mejor conocemos.