Friedrich Nietzsche, filósofo apasionado, amó primero y odió después, intensamente, a su contemporáneo y conocido Richard Wagner. Pasó de considerar su arte como la más excelsa expresión del espíritu humano a percibir en el mismo una degeneración casi corporal. Y es que, para Nietzsche, la importancia de una filosofía no radicaba tanto en su contenido de verdad cuanto en la salud de cuerpo y mente indisociables que revelaba. Habría, según su juicio, unas filosofías de negación y otras de glorificación de la vida, unas sabidurías de decadencia y otras de grandeza, unas ideas que conducían al rebaño y otras al individuo, con los respectivos y consiguientes colapsos y triunfos de la civilización.
Nada soliviantaba más a Nietzsche que la deliberada negación del interés y el egoísmo como fundamento de nuestro obrar en sociedad. El presunto desinterés del que decían partir los asimismo presuntos altruistas de su tiempo repugnaba a su gusto, que gozaba de un muy fino olfato para detectar el hedor de los fariseísmos, tartuferías y mojigaterías a los que es proclive nuestra naturaleza, siendo en ese aspecto un precursor de la psicología evolucionista. Seguramente se equivocó al señalar al cristianismo como culpable último de estas imposturas, y se equivocó al creer que Dios podía morir tan fácilmente entre los hombres. Lo que sucedía es que el disfraz que entonces llevaban los representantes de la decadencia vital era el de la caridad cristiana, porque cada época tiene sus modas y vestimentas del alma.
Hoy, en cambio, las cosas son notablemente distintas. Un fino psicólogo y sociólogo de decadencias, testigo de nuestro tiempo, el literato francés Michel Houellebecq, falla también al diagnosticar el mal que ahora nos asola, y mira a los mercados y al liberalismo, creyendo que han provocado la ruptura de instituciones tradicionales que sustentaban la armonía social, tales como la familia o la religión, sin ofrecer alternativas. Pero es más bien la negación de nuestra naturaleza, primero –como sí comprendió Nietzsche– y de la libertad, después, la principal causa de las catástrofes sociales, políticas y económicas, tanto en la actualidad como en la antigüedad. Da igual en nombre de qué elevados ideales se nieguen ambas. Ahora podríamos hablar de ecologismo, socialismo, independentismo, multiculturalismo, islamismo o altermundismo, pero los "ismos" son potencialmente ilimitados. Se trata, no lo olvidemos, de negar por cualquier medio la libertad y la naturaleza humanas, justificando el medio los supuestos fines. Y esto se hace en aras de la dominación de unos hombres sobre otros.
Tras enemistarse unilateralmente con Wagner, Nietzsche escribió, con su habitual maestría, un panfleto contra el músico: El caso Wagner. Richard Wagner no era precisamente un ejemplo de moderación y racionalidad. Hábil polemista y genial creador, sentía una profunda aversión por los judíos, lo que expresó, con particular virulencia, en otro panfleto: El Judaísmo en la Música.Elautor de las sublimes Tannhäuser y Parsifal demostraba ser presa de las más primitivas emociones al juzgar a los miembros de una minoría racial, a algunos de los cuales, por cierto, les debía mucho. Hoy su antisemitismo se considera un anuncio del que, menos de un siglo después, llevaría al holocausto. Como Hitler es el supremo demonio del siglo XX –Stalin no es tan tenido en cuenta– su "inspirador" Wagner se encuentra entre sus arcángeles infernales, el que puso música a la tragedia.
Cabría preguntarse si Wagner, como representante del "mundo de la cultura" de su tiempo, dispondría hoy de un estatuto especial que otorgase a sus prejuicios políticos carta de ciudadanía ejemplar. Aquí y ahora, en la España de nuestro tiempo, los autodenominados representantes del "mundo de la cultura", cuyas creaciones –las más de las veces vulgares interpretaciones– distan mucho de igualar, tanto en elaboración como en calidad, a las de Wagner, se arrogan de ser referentes morales en la arena política. Firman manifiestos, se reúnen ante las cámaras de televisión –el ojo tan proclive a las ilusiones ópticas del público– y proclaman la superioridad de la izquierda sobre la derecha, de la igualdad sobre la libertad, del socialismo sobre el capitalismo y, claro está, de la cultura, tal y como ellos la entienden, sobre la incultura, o cultura distinta a como ellos la entienden.
Y aquí es importante aclarar cómo ellos entienden la cultura. Pensemos por ejemplo en los esperpénticos personajes de Almodóvar, ese héroe de nuestra cultura patria: planos, esquemáticos, sin una dimensión humana profunda. Revelan a miembros y miembras producto de la democratización extrema del rebaño humano. Igualados por su desenfreno vital y su falta completa de otro referente moral que la propia igualdad, estos peleles que inspirarían pena si se superase el asco de su contemplación, reflejan las fantasías ideológicas de su autor.
El paradigmático caso Wagner debería ilustrarnos sobre la poca autoridad moral que tienen los artistas, tomados como tales. Y si Wagner no merecía autoridad moral alguna, con lo inefable e indiscutiblemente superior de su arte, ¿qué podríamos decir de este conjunto de indigentes intelectuales de nuestra moderna cultura de masas, que administran el auténtico opio que es el socialismo al pueblo, por vía audiovisual?