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Javier Gómez de Liaño

Telejusticia

Una justicia en directo es el espejo de la vida judicial real y quizá la “telejusticia” seamos todos los que la gozamos y padecemos, según los particulares supuestos.

Una justicia en directo es el espejo de la vida judicial real y quizá la “telejusticia” seamos todos los que la gozamos y padecemos, según los particulares supuestos.
EFE

Desde el martes pasado, varios medios de comunicación –entre ellos, Libertad Digital– ofrecen la retrasmisión en directo del juicio que se celebra en el Salón de Plenos del Tribunal Supremo y en el que se juzga a doce líderes independentistas por el proceso soberanista que derivó en el referéndum del 1 de octubre de 2017 y en la declaración unilateral de independencia de Cataluña. Ignoro los niveles de audiencia, pero creo que si el juicio se retrasmite en vivo y en directo es porque la gente quiere contemplar el enjuiciamiento de los hechos y ver a sus protagonistas. De ahí la expectación levantada con más de 250 periodistas acreditados y un elevado número de personas que diariamente hacen cola para acceder a la sala.

"Las democracias mueren detrás de las puertas cerradas". Con esta dura reprimenda, un tribunal federal de Cincinatti revocaba la decisión del Gobierno de EEUU de que los juicios de deportación de inmigrantes detenidos tras el atentado del 11-S fueran secretos. Los magistrados aseguraban que "cuando se cierran las puertas de la justicia, se está controlando de forma interesada la información que pertenece al pueblo".

En España, con la Constitución de 1978 la Justicia mudó su papel y en no poca medida, también sus formas. Una de esas evoluciones fue el interés por saber qué hacen nuestros tribunales de justicia y de ahí que raro sea el día que la televisión no ofrezca media docena de crónicas judiciales. Incluso da la impresión de que se cometen muchos más delitos que buenas acciones, aunque quizá suceda que los primeros se asemejan a las amapolas, que cuando hay una en el campo, todos nos damos cuenta de ella, mientras que las segundas, como las violetas, se ocultan entre la yerba.

Un juicio es un acto público. Lo dice la Constitución (CE) en su artículo 120.1: "las actuaciones judiciales serán públicas, con las excepciones que prevean las leyes de procedimiento" y, salvo que se trate de amparar derechos fundamentales, no existe razón alguna en contra de que los medios televisivos informen del desarrollo de un juicio oral. Son palabras tomadas de las sentencias del Tribunal Constitucional 56/2004 y 195/2005: "la imagen enriquece notablemente el contenido del mensaje que se dirige a la formación de una opinión pública libre".

Ahora bien, aunque la transparencia sea una de los principios básicos de la democracia, en materia de justicia la claridad no es sólo del pueblo de quien emana (artículo 117.1. CE), sino también del proceso. Me refiero a que un juicio televisado puede contener elementos perturbadores como, por ejemplo, que los testigos, antes de declarar, conozcan las que han prestado los acusados u otros testigos, algo que infringe la ley –artículo 704 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LECr)– cuando ordena que los testigos, hasta que sean llamados, han de permanecer sin comunicación. Los juristas ingleses son contundentes cuando sostienen que "el interés del público y la libertad de expresión deben ceder ante la necesidad de no impedir o amenazar gravemente el curso de la Justicia" (The Athorney General versus News Group Newspapers Limad) y fue Jiménez de Asúa, uno de los genios de la ciencia penal española, quien en más de una ocasión advirtió que bajo el soplo de la opinión pública es difícil conservar la frialdad de ánimo.

Otro de los aspectos negativos de la justicia televisada es el riesgo de devaluación del "buen derecho" que se corre en los llamados casos célebres en los que la importancia no radica en su dimensión jurídica, sino en algo accidental que apela a los sentimientos y puede distorsionar el juicio. Esta perversión de los juicios que algunos califican de "papel", aparece en algunos pronunciamientos del Tribunal Supremo de los EEUU que declaran la nulidad de las actuaciones por violación del due process –derecho al proceso justo– al considerar que la publicidad masiva del juicio quebranta el derecho de defensa del acusado, cosa que evidentemente no sucede en este juicio del 1-O, pues son los propios acusados y sus partidarios quienes, desde el primer lance procesal, han apostado por un juicio de "pantalla" o, si se prefiere, de "plasma" con mucho ruido. Quede claro que al censurar estas prácticas no estoy patrocinando restringir la libertad de expresión. Únicamente trato de señalar el riesgo de una infravaloración de las garantías constitucionales y formales del proceso en la que algunos incurren, creando así una tensión agobiante que nunca es buena para la administración de justicia.

La publicidad es el alma de la justicia y permite el desarrollo de una opinión pública que, en otro caso, sería muda e impotente. Una justicia en directo es el espejo de la vida judicial real y quizá la "telejusticia" seamos todos los que la gozamos y padecemos, según los particulares supuestos. La televisión que nació inocente, ahora es culpable de que juzguemos a nuestros semejantes, cada uno con su diferente vara de medir y su singular "lo pronuncio, mando y firmo". La justicia y la injusticia forman parte del mundo. Justiniano era partidario de la Justicia oculta –"los tribunales son mi palacio", decía– porque así nadie conocería sus desmanes. Hoy, la Justicia sin televisión, lo mismo que la democracia sin televisión, es inconcebible. Hace años que la reflexión fue destronada por la imagen y que el homo sapiens se convirtió en homo videns.

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