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Iván Vélez

Puigdemont ante los Pirineos

Desde Bruselas, Carles contempla los Pirineos abrumado por un dilema hamletiano.

Desde Bruselas, Carles contempla los Pirineos abrumado por un dilema hamletiano.
EFE

A lo largo de la Historia, muchos han sido los personajes que han alcanzado trascendencia tras franquear determinados accidentes geográficos. Alejandro alcanzó su apoteosis tras cruzar el Helesponto; Julio César sólo fue posible después de que dejara atrás el Rubicón y Hernán Cortés fue mucho más que un rescatador de oro después de barrenar y echar al través sus naves en la costa veracruzana. El paso del tiempo ha ido añadiendo veladuras y un cierto halo de providencialismo a aquellos hombres hoy ocultos tras su propio mito. Siglos más tarde, trocadas las lanzas por las papeletas, convertidos los lazos amarillos en textiles escudos frente a las porras policiales españolas, un hombre liga su futuro, y al parecer el de su pueblo –un sol poble– a los Pirineos. Su apellido atesora incluso fragosos ecos: Puigdemont.

Huido a Bélgica cuando la maquinaria judicial comenzó operar y a encarcelar a algunos de sus compañeros de sedicioso viaje, Carles Puigdemont ha asistido desde Bruselas a su victoria sobre el piadoso recluso que atiende al nombre de Oriol Junqueras. Los números cantan y es evidente que el bloque separatista supera con creces al patriótico, y es en ese contexto en el cual el de Amer, presentado ante su fanatizada parroquia como un exiliado en lugar de como un huido, aparece como el posible nuevo presidente de la Generalidad. Con el zigzag pirenaico recortado sobre su horizonte político, Puigdemont habrá de decidir si atraviesa la cordillera para tomar posesión de su posible cargo, decisión que llevaría ligada su más que probable internamiento en un centro penitenciario. Superada la resaca electoral, comienza el juego partitocrático, y si para muchos viajeros impertinentes África comenzaba en los Pirineos, para el cabeza de lista de Juntos por Cataluña la sedicente república catalana espera tras la cadena montañosa.

Arropado por unos flamencos alejados mil leguas del flamenquismo que tanto nutrió las fobias del catalanismo auroral, comparte Puigdemont con muchos de sus enemigos políticos la fascinación por Europa, terreno en el cual ha intentado, acogiéndose a la vieja melodía vascongada, internacionalizar el conflicto. Al cabo, orteguianos todos, la amplia mayoría de los españoles que acceden a los escaños comparte un mismo credo: España es el problema y Europa la solución. Una Europa sublime reestructurada en el tiempo de silencio de la Guerra Fría, en la que el expresidente ha intentado, sin éxito por el momento, encontrar cómplices para su proceso de mutilación de la nación española. La misma que acogió a un heterogéneo grupo de españoles que sentaron, sépanlo o no el fugado y sus correligionarios, muchas de las bases ideológicas en las que se apoyan los catalanistas de hogaño, inhabilitados para continuar por la senda de la frenología tras la caída del nazismo. Fue precisamente en el mismo año en el que Carles vio sus primeras luces, 1962, con un franquismo bendecido por Eisenhower y renovado por el Plan de Estabilización, cuando la España franquista solicitó su entrada en el club europeo, por aquel entonces llamado Comunidad Económica Europea. La vitola anticomunista operaba a favor del ingreso, mas el déficit democrático, tan señalado por el socialista Birkelbach, frenaba la incorporación al Mercado Común capitalista que se alzaba, tras beneficiarse de los efectos del Plan Marshall, ante el gigante soviético. En tal contexto, ciertos grupos distanciados o abiertamente hostiles a la línea oficial del régimen llamaron la atención de unos Estados Unidos que trataban de dar a la vieja y reconstruida Europa una estructura federal. Como mascarón de proa política del grupo figuraba un hombre llamado Dionisio Ridruejo, cuya vieja camisa azul ya se había desteñido entre la decepción por el desarrollo del Régimen y la aparición de una nueva pasión socialdemócrata.

El lugar donde debía cristalizar esta vía alternativa, a la cual fueron convocados democristianos, liberales, republicanos, socialistas y nacionalistas fragmentarios, fue Múnich. Sin embargo, el contestatario Ridruejo se hallaba privado de pasaporte, y no podía abandonar España. Semejante obstáculo legal no frenó al antiguo miembro de la División Azul, que decidió cruzar los Pirineos en el sentido opuesto al que ahora se plantea Puigdemont. Así las cosas, el vate soriano, acompañado por Fernando Baeza y José Suárez Carreño, pasó por Barcelona, donde le esperaba Antonio de Senillosa. Desde la Ciudad Condal, en una ruta parecida a la recorrida por Puigdemont, pasó por Gerona hasta llegar a las faldas de la cordillera. Una vez allí, con la ayuda de un guía conocedor de las sendas del contrabando, franqueó los pasos de montaña que conducen a Francia. Obligado por el esfuerzo, el frágil corazón de Ridruejo sintió la punzada de una angina de pecho cuyos efectos a largo plazo, unidos a la longevidad de Franco, bloquearon la posibilidad de acceder al poder aupado en una serie de plataformas socialdemócratas convenientemente dolarizadas. Superada la crisis cardiaca, el opusino Pepín Vidal Beneyto llevó a Ridruejo en su coche hasta Estrasburgo. Desde allí, y gracias a otro contrabandista, entraron en Alemania Occidental, donde se celebraba el IV Congreso del Movimiento Europeo, rebautizado por el régimen franquista como Contubernio de Múnich. La efectista entrada de Ridruejo en los salones en los que se celebraba el Congreso, auspiciado por los Estados Unidos y organizado por los extrotskistas Julián Gorkin y Enrique Adroher, Gironella, provocó una estruendosa ovación. El Contubernio tenía también una dimensión belga, sustanciada en la Declaración del Consejo Belga del Movimiento Europeo sobre la necesidad y la urgencia de la creación de instituciones políticas comunitarias europeas. El Consejo, creado en febrero de 1949, buscaba la libre circulación de ciudadanos, mercancías, servicios y capitales, bajo el manto protector de la democracia. Su objetivo era claro, literalmente se buscaba "la instauración de una Federación democrática europea dotada de todas las instituciones legislativas, ejecutivas y judiciales". La estructura prevista debía ser la de una "verdadera federación, respetuosa con la persona humana, la originalidad de las colectividades locales y de la individualidad de cada nación, comportando un Gobierno Europeo, un Consejo de Estados, una Asamblea elegida por sufragio universal, un Consejo Económico y Social y una Corte de Justicia". Todo ello exigía sacrificios: "Ciertas transferencias de soberanía".

La euforia congresual pronto se topó con la obstinada realidad. Muchos de los participantes sufrieron el confinamiento o la pérdida de sus puestos de trabajo, al no existir caja de resistencia que paliara tales daños. El exfalangista Ridruejo permaneció en un tiempo en el exilio parisino, desde el que pudo mantener el nexo norteamericano antes de regresar a España y fundar una serie de organizaciones socialistas atravesadas por el mismo federalismo que inhaló en Múnich y que sigue aureolando a los principales partidos españoles autodefinidos como "de izquierdas".

El catalanismo también salió reforzado de Múnich, y estableció una sólida y duradera alianza con el resto de fuerzas antifranquistas, dando como resultado más visible la implantación en España de un Estado Autonómico obsesionado con la exacerbación de las diferencias regionales. En ese caldo de cultivo es donde creció Puigdemont, guardián de las esencias indigenistas de Cataluña, quien, aupado por el plasma belga, se ha impuesto al sentimental Junqueras, incapaz de rentabilizar su suave martirologio carcelario. Desde Bruselas, Carles contempla los Pirineos abrumado por un dilema hamletiano.

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