Zapatero ha hecho de Afganistán su propia guerra. Probablemente la haya elegido más por conveniencia que por convicción. Al principio para atenuar los efectos de su espantada de Irak y ahora para ayudar a su ídolo en la Casa Blanca. Pero sea cual fuere la razón, lo cierto es que ha elegido la guerra más difícil, por desgracia más difícil aún que la de Irak. Zapatero ha cogido el fusil y lo mínimo que debemos exigirle es que tenga el coraje de reconocerlo y que sea además consecuente con su decisión.
ZP ganó sus primeras elecciones sobre el caballo del "no a la guerra". Su primera decisión ya en La Moncloa fue sacar abruptamente nuestras tropas de Irak en una huida que puso en riesgo la fiabilidad de nuestro país como aliado. Poco después invitó desde Túnez al resto de los aliados a desertar también. Seis años después, y con otro presidente en la Casa Blanca, aquellos hechos aún pasan factura en nuestras relaciones con Washington.
Ese mismo presidente pacifista es el que triplica ahora nuestra presencia militar en la guerra de Afganistán. El gasto anual en esta guerra casi duplica al total del gasto en operaciones militares en el exterior con el último gobierno de Aznar, Irak incluido. Zapatero lleva gastados en Afganistán cerca de mil quinientos millones de euros y sólo para este año, en plena crisis económica, el gobierno prevé gastar casi dos millones diarios en esa guerra. Desde que gobierna Zapatero, 27 soldados españoles han perdido la vida en operaciones en ese país y 58 han resultado heridos.
El Gobierno va a volver a aumentar ahora el contingente español en este conflicto con un total de 1.551 soldados y guardias civiles desplegados en el país asiático. Pero no es sólo un aumento cuantitativo. El Asesor de Seguridad Nacional de Estados Unidos, el general James Jones, agradeció efusivamente a Zapatero en su última visita a Washington que haya levantado las restricciones que venía manteniendo para el uso de sus tropas. Afganistán se parece cada vez menos a la operación humanitaria y de reconstrucción en el marco de una operación de paz de la ONU que vendía Zapatero a la opinión pública y se ha convertido en una misión de combate de la OTAN en un escenario de guerra.
El presidente del Gobierno negó siempre, con el mismo empecinamiento que España padeciera una crisis económica, el hecho de que en Afganistán hubiera una guerra. Ahora, obligado por la oposición, deberá acudir al Congreso de los Diputados a explicar por qué estamos inmersos en esa guerra, qué hacen nuestros soldados en ella, cuál es la estrategia y cuáles son los riesgos y los costes que afrontamos. Lo primero que debería hacer en su próxima comparecencia parlamentaria es reconocer no sólo la obviedad de que en Afganistán hay una guerra, sino que nuestras tropas están allí en una misión de combate, liderada por la OTAN, para derrotar al terrorismo de Al Qaeda y el totalitarismo talibán. Si el presidente no tiene ese mínimo de coraje, no merecerá el apoyo que la Cámara le ha dado hasta ahora de forma casi unánime para los sucesivos incrementos de tropas en ese conflicto. Pero sobre todo no merecerá el sacrificio de los soldados que se juegan la vida diariamente en combates que el Gobierno esconde o niega luego que existan. Cuando uno pone en riesgo la vida de miles de soldados tiene que tener al menos la valentía de reconocer que lo hace y respaldar su misión sin el más mínimo titubeo. Hasta ahora, en las muy escasas y tímidas referencias a Afganistán, el presidente ha ensalzado más la labor de nuestra cooperación al desarrollo que la de nuestros militares. Es más, su primer compromiso en el próximo debate debería ser visitar a nuestras tropas en Herat y en Qala-i-Naw. Zapatero no pisa Afganistán desde una fugaz visita en 2005.
La ministra de Defensa justificó el aumento de las tropas ante la Comisión de Defensa el pasado miércoles alegando que Estados Unidos se había plegado finalmente a la estrategia propuesta por España para solucionar el conflicto. Lo decía en el mismo momento en que la OTAN desarrollaba la operación Mushtrarak, la mayor ofensiva contra un bastión talibán desde que inició su despliegue. La verdad es justo la contraria. España no sólo va a duplicar el número de tropas, sino que se va a implicar cada vez más en misiones de combate que nuestras fuerzas tenían vetadas políticamente hasta ahora. Es Zapatero el que se suma a la estrategia del Pentágono y, por fortuna, no es la administración norteamericana la que asume el pacifismo buenista de nuestro Gobierno. En su próxima comparecencia ante el Pleno del Congreso el presidente debería corregir esa errónea percepción de su ministra de defensa.
Una tercera cuestión que Zapatero debería hacer en su comparecencia es contraer un compromiso firme con nuestras Fuerzas Armadas ante el Congreso. Las ansias infinitas de paz del presidente tienen un coste que debe estar dispuesto a pagar. No es razonable que en el momento en que más soldados españoles están desplegados por todo el mundo, desde Afganistán al Líbano pasando por Haití, el presupuesto de defensa sea el que más recortes experimente como consecuencia del ajuste. Es más, si Zapatero quiere involucrar a nuestras tropas en misiones de combate, como lo están ya de hecho en el teatro afgano, tendrá que ser congruente potenciando simultáneamente sus capacidades no sólo de autoprotección sino también de combate. Lo que no es asumible ni política ni moralmente es enviar a nuestros soldados a la guerra en vehículos blindados de hace treinta años. Si Zapatero coge el fusil deberá hacerlo con todas las consecuencias.