La caída del Muro de Berlín ha sido con diferencia el acontecimiento histórico más importante, y también más feliz, que he vivido. Significó la libertad para millones de personas atrapadas hasta entonces en la brutal dictadura comunista y permitió reunificar una Europa dividida durante cincuenta años por las alambradas de la vergüenza. El derrumbe de ese muro es el símbolo de que el ansia de libertad que anida en todo ser humano es capaz de derribar cualquier dique totalitario.
Veinte años después de esa explosión de libertad mi temor es que la democracia vuelve a estar acorralada. En el mundo musulmán emerge un fundamentalismo violento que no sólo ahoga en sangre a muchas de sus sociedades, sino que ha declarado la guerra a Occidente por entender que es la libertad su peor enemigo. Un radicalismo islámico que ha hecho del terror su principal arma estratégica para culminar su delirio totalitario. En esta misma línea, el empeño de un régimen totalitario como el de Irán por dotarse de armas nucleares puede elevar un nuevo muro atómico en el que queden aprisionados bajo una dictadura teocrática muchos millones de personas y amenazada con el holocausto nuclear buena parte de la humanidad, empezando por Israel.
China, que va camino de convertirse en la próxima década en la primera potencia económica del mundo, sigue siendo una dictadura comunista en la que el respeto a los derechos humanos es permanente cuestionado. Su creciente influencia internacional y su emergente poder militar no ayudarán mucho a la causa de la democracia mientras siga gobernada por un partido único y restringiendo las libertades de sus ciudadanos.
En Rusia asistimos a una involución en su transición democrática, la voluntad de recuperar su área de influencia, el resurgimiento de un nacionalismo antioccidental, la utilización de sus recursos energéticos como un arma para lograr sus objetivos estratégicos, el rearme de sus Fuerzas Armadas para volver a ser una potencia militar global y la aplicación de una doctrina estratégica cada vez más agresiva como demostraron en Georgia. Ninguna de esas tendencias resulta tranquilizadora para la causa de la libertad.
En Iberoamérica se extiende una autodenominada revolución bolivariana que pretende reinventar un socialismo del siglo XXI, pero que mantiene los mismos principios autoritarios del socialismo que el siglo anterior sucumbió bajo los cascotes del muro. La expansión de esa corriente totalitaria amenaza a las emergentes democracias sudamericanas y puede retrotraer a buena parte del hemisferio a un empobrecimiento y a unos regimenes tiránicos ya superados.
África, por su parte, sigue ahogada en gran medida por la pobreza, los conflictos tribales y fronterizos, las tiranías de distinto signo, la corrupción de muchos de sus regimenes y la extrema debilidad de sus estados para hacer frente a las emergentes organizaciones terroristas, el crimen organizado o la piratería. En esas condiciones es prácticamente imposible que pueda germinar la semilla de la libertad.
Lo peor, sin embargo, para la pervivencia de la democracia en el mundo es nuestra propia debilidad, la relativización que se extiende en Occidente del valor de la libertad como valor supremo de nuestra civilización, la falta de convicción en la superioridad moral y política de la democracia sobre la tiranía, la falta de compromiso con todos aquellos que desafían a los dictadores en defensa de su propia libertad, nuestra falta de valor para defender la democracia ante aquellos que pretenden destruirla.
Pese a todo, mi fe en la libertad permanece inquebrantable. Si millones de ciudadanos pudieron rebelarse contra la más perfecta máquina totalitaria diseñada por el hombre hace veinte años, es seguro que mañana podremos volver a derrotar a cualquiera de sus enemigos, por poderosos que estos sean.