La desaparición de Juan Pablo II ha generado un gran vacío. Incluso aquellos que más lo habían criticado en vida han debido enmudecer ahora ante el clamor de afecto y adhesión a su figura que se ha levantado en el mundo entero. Algo de esto hemos visto en nuestro país, en el que los líderes del laicismo más recalcitrante han debido sumarse al sentir casi unánime del pueblo para no quedar arrollados por ese clamor popular.
A todos nos queda una herencia de su largo pontificado. Para muchos, su compromiso con la libertad, que nacía de una defensa a ultranza de la dignidad humana, y que de forma tan decisiva contribuyó a derribar el comunismo, la gran tiranía del siglo XX. Otros prefieren recordar su lucha por la paz, un compromiso que mantuvo con toda coherencia en todas las circunstancias. Unos destacan la firmeza de su doctrina, que mantuvo firme a la Iglesia en la defensa de la vida humana y de unos principios morales que parecían arrinconados en las sociedades modernas. Otros prefieren recordar sus críticas al materialismo de esas mismas sociedades, en las que el consumo había parecido sustituir cualquier forma de espiritualidad. Sin embargo, es mucho más difícil encontrar gentes que asuman íntegramente su legado, sin fraccionar y elegir únicamente aquello que nos satisface o nos conviene.
La muerte de este Papa polaco, que pasará a la Historia con el apelativo de El Grande, tendrá un efecto especial en España. En todo su pontificado, pero de forma especial en los últimos años, el Papa parecía empeñado en la tarea de evangelizar Europa. La vieja Europa que durante buena parte de su historia se autodenominó como la Cristiandad y que a lo largo de siglos se había dedicado a evangelizar, con sus aciertos y errores, al resto del mundo, parecía querer ahora traicionar sus raíces cristianas. La dura lucha que un Papa en el borde de sus fuerzas emprendió porque esas raíces se reconocieran en la nueva Constitución Europea es el mejor ejemplo de que esta misión se ha convertido en un objetivo prioritario para la Iglesia.
Juan Pablo II solía preguntar a los Obispos que le visitaban en el Vaticano por el número de vocaciones en sus diócesis. Parecía que ese era el mejor indicador para medir la salud de la Iglesia en cada país. En la mayoría de los países europeos tradicionalmente católicos, la situación era alarmante. Pero el escaso número de seminaristas era tan sólo el reflejo de unas sociedades que habían hecho del bienestar su única religión, que habían perdido todas sus referencias morales para instalarse en una cultura en el que todo vale si produce placer, que habían renegado de Dios para abrazar la fe de un becerro dorado de falsa modernidad.
La Iglesia en estos países se había hecho también más acomodaticia. Algunas jerarquías parecían más preocupadas en no perder determinados privilegios del pasado que en reconquistar los corazones y las mentes de sus gentes. El resultado es un divorcio creciente ente la Iglesia y la sociedad. Muchos católicos vivimos nuestra religión como un ritual burocrático. Es más, la extraña figura del católico no practicante se ha convertido en la posición mayoritaria. Incluso aquellos que tratábamos de mantener un compromiso más activo nos habíamos recluido en buena parte en nosotros mismos, acomplejados de dar testimonio público de nuestra Fe para que no nos tacharan de "carcas" o de algo peor.
Europa necesita ser evangelizada nuevamente y en esa gran batalla espiritual España es el frente decisivo. Lo es por un doble motivo. Primero porque España es el pueblo que mayor fidelidad ha mantenido en su ya larga historia común con la Iglesia y porque pocas naciones han contribuido más decisivamente a la tarea de evangelizar otras partes del mundo. La reacción de los españoles a la muerte del Papa, muy en particular de los jóvenes, demuestra que esa llama, aunque oculta, sigue viva. La segunda razón es porque también es España el país en el que la Iglesia Católica corre el mayor riesgo de quedar marginada a una secta semiclandestina. Así, en laicismo militante de una parte de la izquierda política amenaza con transformase en una política antirreligiosa en la que se borre toda manifestación espiritual de nuestra vida pública y muy en especial se margine la enseñanza de la religión en las escuelas. Por otro lado, existe una ofensiva en materias como el matrimonio homosexual, el aborto, la manipulación de embriones o el incipiente debate sobre la eutanasia que atentan contra los principios morales más básicos.