Un país democrático ha sufrido durante casi 40 años constantes atentados de una organización terrorista que ha generado cerca de mil victimas mortales. La principal asociación de esas victimas convoca una manifestación bajo el lema de memoria, dignidad y justicia ante las muestras de que el Gobierno pueda estar tramando un dialogo con los terroristas. El partido en el poder no sólo se ausenta sino que considera esa manifestación como una instrumentación de las victimas por parte de la oposición. Es la primera vez que un partido democrático no apoya a las victimas del terrorismo en sus reivindicaciones públicas.
Un ministro decide participar en la marcha. Lo hace a título particular, no como ministro, porque el Gobierno como tal ha decidido desvincularse de la iniciativa. El ministro piensa que al incorporarse a la marcha será aclamado como el único miembro del Gobierno que ha tenido la gallardía y la decencia moral de salir a la calle con las victimas. El ministro acude como un ciudadano más, rehuyendo colocarse en la cabecera de la manifestación y sin avisar a los organizadores, aunque lógicamente le acompaña su aparato de seguridad personal y los medios de comunicación son avisados.
La reacción de los manifestantes dista mucho de la esperada aclamación. Para la mayoría, el ministro es un miembro de un gobierno que no sólo les ha abandonado, sino que con su inclinación al dialogo con los terroristas está amenazando su memoria y su dignidad. El ministro es increpado y se ve forzado a abandonar la manifestación.
El incidente podría haber quedado ahí, sino fuera porque el ministro, profundamente herido en su orgullo, decide denunciar agresiones físicas, patadas y puñetazos. El ministro simula esas agresiones para obtener rentabilidad política y mediática de un incidente verbal que en principio podría deteriorar su imagen pública.
El Gobierno pone en marcha de inmediato una importante operación policial para descubrir y detener a los autores de esta supuesta agresión. Las investigaciones son dirigidas personalmente por el entonces Delegado del Gobierno en esa comunidad, que incluso se permite anunciar próximas detenciones antes de que ocurran. El Gobierno demuestra una especial diligencia que en todo caso contrastaría con la levedad de las supuestas agresiones. El Fiscal General del Estado llega a pronunciar la aberración jurídica de que una mera actitud vociferante es en si misma un indicio de delito, especialmente si se chilla contra el Gobierno de Rodríguez Zapatero.
Entre las muchas personas que rodean al ministro la policía identifica y el Gobierno decide detener a dos personas más bien mayores. El único criterio que parece diferenciarlos del resto y que justificaría por tanto su detención es su militancia en el Partido Popular. La intención política del Gobierno es clara, amedrentrar a quiénes se manifieste en contra suya, demostrar que el PP no es un partido democrático y criminalizar a la oposición.
Esta decisión política del Gobierno choca sin embargo con la profesionalidad del la mayor parte del Cuerpo Nacional de Policía. El instructor del caso se niega a practicar unas detenciones para las que no encuentra pruebas ni fundamento. Inmediatamente es apartado del caso y posteriormente represaliado. Las diligencias iniciales son modificadas porque dejan en evidencia la inexistencia de ningún delito. Para ello se falsifican documentos públicos. Se detiene a los dos militantes del PP y se les retiene durante cuatro horas en comisaría, pero posteriormente se niega que estuvieran detenidos y se considera que fueron voluntariamente a declarar.
Quién haya leído todo lo anterior, un sucinto resumen de unos hechos probados en un auto judicial, podría pensar que estamos hablando de un país no democrático. Lo triste es que todo esto ha sucedido en un país europeo y democrático como España. La única diferencia, y nuestra gran esperanza, es que por el momento en España sigue funcionando un Estado de Derecho que puede poner en evidencia y condenar los desmanes antidemocráticos del Gobierno, como ahora ha ocurrido. A pesar de esa atracción inmoral que la izquierda española siente por algunos dictadores como Castro, España sigue siendo por fortuna aún muy diferente a Cuba. Ahora sólo queda que el máximo responsable de esta grave violación de la libertad restituya la plenitud democrática con su dimisión.