Uno de los grandes aciertos de nuestra transición democrática fue acabar con el problema religioso que tuvo en España su más dramática eclosión durante la Segunda República y la Guerra Civil. Sin embargo, subyace en muchas de las últimas iniciativas políticas promovidas por la izquierda española, incluyendo la liberalización del aborto que plantea ahora el Gobierno, la reforma de la Ley de libertad religiosa o el ataque gratuito al Papa planteado esta semana en el Congreso, un sentimiento anticlerical con el que parecen querer superar su propia crisis de identidad y distraer de la dramática situación económica que atraviesa el país. El riesgo de esta maniobra es despertar uno de los peores fantasmas de nuestra historia.
En mis años universitarios siempre me sorprendió que en los claustros de Facultad se condenara el imperialismo norteamericano, se aprobaran encendidos manifiestos contra las armas nucleares e incluso en apoyo de dictaduras comunistas como Cuba, pero jamás nos ocupáramos de debatir la calidad de nuestra universidad, los problemas de funcionamiento de la Facultad o cómo mejorar las perspectivas de empleo una vez obtenido nuestro título.
El debate sobre la condena al Papa planteado ahora en el Congreso de los Diputados por los ex comunistas, ante el aplauso general de la izquierda, me ha hecho recordar aquella cada vez más distante época universitaria. En un país con cuatro millones de parados, una crisis económica galopante, con una delincuencia creciente, con un modelo de Estado en discusión y con problemas sociales cada vez más graves, los parlamentarios nos vamos a enzarzar en un debate sobre el uso del preservativo, creando de paso un conflicto diplomático con el Vaticano y un enfrentamiento gratuito con la Iglesia mayoritaria de nuestro país. Es difícil mayor despropósito.
Pero el fondo de la cuestión es mucho más serio que una inoportuna e irresponsable frivolidad. La cuestión de fondo es la defensa de la libertad del Papa para expresar sus creencias y sus opiniones, que representan además la de muchos millones de católicos en todo el mundo, sin ser vilipendiando o condenado políticamente por ello. Más allá de las creencias religiosas de cada uno, de nuestra condición o no de católicos y de las simpatías o antipatías que nos despierte el actual sucesor de San Pedro, todos deberíamos defender la libertad del Papa a expresar su opinión, porque esa libertad es la libertad de todos a practicar nuestra fe, a tener nuestras propias creencias y a expresar libremente nuestra opinión.
La Iglesia Católica tiene desde hace mucho tiempo su propia doctrina moral basada en una defensa radical de la vida y en contra de determinados medios anticonceptivos. La Iglesia en este asunto ni impone ni pretende imponer a nadie su doctrina, sino que la ofrece a sus fieles para que aquellos que libremente quieran practicarla lo hagan y aquellos que no, pues no lo hagan. El cristianismo ha situado desde su origen la libertad del hombre, el respeto a todas las creencias, la tolerancia religiosa y la defensa de la dignidad para todo ser humano como principios fundamentales de su doctrina.
El problema surge cuando la izquierda pretende imponer un pensamiento único de obligado cumplimiento, como es el caso. El problema es cuando se quiere coartar la libertad religiosa para que sea el Estado el que establezca su propia religión. En último extremo, el poder político podría aprobar una Ley negando la existencia de Dios y penando con cárcel a aquellos que creyeran en su existencia. No sería la primera vez en la historia que eso sucedería.
No se trata por tanto de meras cuestiones formales sobre la competencia del Congreso para descalificar al Papa, sobre la inoportunidad de enredarnos en un debate sobre condones cuando hay problemas mucho más acuciantes y graves en nuestro país o sobre la inconveniencia de generar un conflicto con la Iglesia mayoritaria en España, lo que sin duda provocará mayor división en nuestro país. Es algo que tiene que ver con la propia idea de libertad, la del Papa y la nuestra.