Es cada vez más evidente que Rodríguez Zapatero se ha instalado en la estrategia del odio. Su intención es polarizar a la sociedad española en dos grandes bloques divididos por una doble falla: la tradicional entre derecha e izquierda y una emergente entre nacionalistas y constitucionalistas. Zapatero cree que suplantando al nacionalismo y radicalizando su discurso de izquierda pondrá sumar a los votos tradicionales del socialismo los votos del electorado nacionalista en Cataluña, País Vasco o Galicia. Es sin duda una estrategia de alto riesgo porque lo que puede terminar provocando es el fortalecimiento del nacionalismo más radical, la pérdida de buena parte de su electorado más moderado y, lo que es mucho más grave, la destrucción del país que pretende gobernar.
La estrategia de la crispación puesta en marcha por este Gobierno tiene algo de desesperada. En gran parte es el reconocimiento del fracaso de su gestión. Si el Gobierno acudiera a las urnas con el único bagaje de la pura eficacia de su gestión, es seguro que perdería las elecciones. Nunca antes un gobierno en la Europa democrática se había desgastado tanto en tan poco tiempo, probablemente porque nunca en la Europa democrática ha existido antes un gobierno de peor calidad.
Cuando la gestión falla tan calamitosamente es obvio que no queda otro remedio que acudir a la polarización ideológica para intentar salvar los muebles. El objetivo es que ya que no me puede usted votar con la cabeza, vóteme al menos con el corazón. Pero ni siquiera se trata de apelar a un sentimiento de afecto desde la identidad de la izquierda, lo que Rodríguez Zapatero está sembrando es directamente el voto del odio, del odio a la derecha encarnada en este país por el Partido Popular, del odio a los que él considera herederos de los que mataron a su abuelo.
Sólo desde esta apelación al odio se puede entender la fortaleza de la alianza del socialismo español con los nacionalismos independentistas, una alianza que resulta imposible desde cualquier otro punto de vista sociológico, histórico o ideológico. El odio al Partido Popular, y no tanto a las siglas como a lo que representa, es el único factor de cohesión para la alianza nacional-socialista que dirige los destinos de España.
El riesgo de esta estrategia del odio y la crispación es que está provocando un enfrentamiento cada vez más fuerte en todos los órdenes: institucional, territorial, social y político. Los enfrentamientos del Poder Judicial con el Gobierno y el Parlamento son inéditos en nuestro país. Han vuelto a pronunciarse discursos en boca de altos mandos militares que creíamos felizmente superados. El proyecto del Estatuto catalán impulsado por Zapatero ha generado tensiones territoriales que ni siquiera el terrorismo había provocado con anterioridad. Las descalificaciones entre empresarios y Gobierno resultan también inéditas.
Las movilizaciones en la calle se suceden, ya sea contra el proceso de negociación con los terroristas, contra la reforma educativa, contra el matrimonio homosexual. El tono en los medios de comunicación ha subido muchos decibelios. En las conversaciones de café la gente se muestra cada vez más radical en sus opiniones, ya sean en contra del Gobierno o en contra del PP. Esa tensión y esa crispación se vive en sede parlamentaria con especial intensidad.
Lo más grave es que esta división va calando en todos los estratos de la sociedad. Así, estas divisiones se reproducen a escala entre los sindicatos, dentro del Poder Judicial, entre los medios de comunicación, dentro de la patronal, en las universidades. Todo el mundo debe posicionarse socialmente en uno de los bandos de la contienda política.
Rodríguez Zapatero accedió a la Presidencia del Gobierno augurando un cambio de talante y una predisposición al dialogo y al pacto. Pero el talante sólo lo ha aplicado con sus socios y el dialogo y el pacto se han convertido en meras armas para aislar al PP. Hoy la sociedad española aparece divida en dos mitades cada vez más irreconciliables.
La historia demuestra que las estrategias del odio pueden ser útiles a corto plazo para ganar elecciones, pero son con seguridad destructivas a largo plazo para los países que se intentan gobernar. No se trata aquí de traer a colación fantasmas del pasado, sino simplemente avisar de los riesgos del futuro. Porque la gran ventaja de vivir en democracia es que siempre es posible en poco tiempo modificar el rumbo.