La batalla política decisiva en España no lo será por el poder ni por las ideas, sino por los valores. Lo que este país sea dentro de una o dos décadas, la propia supervivencia de nuestra democracia, estará en función de los valores que sean predominantes en nuestra sociedad. Por eso, el efecto más nocivo y peligroso que puede terminar causando el zapaterismo gobernante es provocar la debilidad de los valores en la sociedad española actual.
Hay quien considera la política como un ejercicio básicamente de acomodación. Son políticos que intuyen nada más despertar la dirección por donde sopla el viento y adoptan inmediatamente la posición de la corriente mayoritaria. Para estos políticos el poder es un fin en sí mismo y no un instrumento imprescindible para desarrollar su proyecto. Su único objetivo es ganar las siguientes elecciones a cualquier precio, sin ninguna restricción ideológica o moral en los medios que haya que utilizar para conseguirlo. Mitterand o, salvando las distancias, Zapatero son algunos ejemplos de esta clase de políticos.
Una segunda categoría de políticos están en política para defender sus ideas y sus principios. Para ellos lo esencial en política es hacer lo que consideran “correcto”, ya sea en función de los intereses generales del país o de sus propios valores. Su objetivo es contribuir a hacer una sociedad mejor. El poder es un instrumento para ello, pero no el fin último de su acción política. Tienen a veces la virtud de saber ver al otro lado de la colina, es decir, saben anticiparse a los desafíos que aguardan en el futuro y colocar a sus sociedades en mejor disposición para superarlos con éxito. Pero en ocasiones tienden a olvidar que en un sistema democrático tan importante como acertar en sus decisiones es saber convencer a sus ciudadanos de que es lo “correcto”. A veces tienden a crear una brecha entre su acción política y el sentimiento mayoritario de la sociedad. Su limitado apego al poder les vuelve inflexibles en la defensa de sus principios. Prefieren incluso arriesgar el poder que traicionar sus valores. Bush o Aznar serían buenos ejemplos de esta clase de políticos.
Personalmente creo que en política tan importante como tener la inteligencia, la intuición y la imaginación para tomar las decisiones acertadas, es saber explicar, convencer y liderar a los ciudadanos en ese camino correcto. Por definirlo gráficamente, un político debe estar siempre en la cabeza de la manifestación, tirando incluso de ella, pero a diferencia del intelectual, no puede separarse demasiado de la mayoría. Reagan o Blair constituyen ejemplos de políticos que combinaron la firmeza de sus convicciones con un gran magnetismo para atraer a la sociedad a las mismas.
Hay situaciones históricas, sin embargo, que obligan a los políticos a caminar contracorriente. Antes de la Segunda Guerra Mundial, Winston Churchill pasó años bramando casi en solitario contra la complacencia política y social de británicos y europeos con el nazismo. No sólo el tiempo terminó dándole la razón, sino que los ciudadanos le dieron el poder para derrotar a esa miseria humana. La coherencia y fidelidad a sus principios, que le condujo al poder, fue probamente la misma que le hizo perder después las elecciones una vez finalizada la guerra.
Hoy Europa está aquejada de una debilidad moral y política parecida a la que se vivió en los años treinta del siglo pasado. Los valores que habían situado a los europeos en la vanguardia del mundo durante siglos son hoy abandonados por un relativismo moral que todo lo admite bajo una pretendida tolerancia extrema. La responsabilidad individual, el reconocimiento del esfuerzo y de la excelencia como virtudes esenciales, el ansia de emprender y el valor de arriesgar, la dignidad del ser humano de la que se deriva el respeto a la vida, el sentimiento de pertenencia a una realidad social y política común por la que merece la pena asumir sacrificios individuales, el valor de la familia como escuela de valores, la necesidad de defender la libertad frente a sus múltiples enemigos. Todos esos valores son difíciles de encontrar en las sociedades europeas y, probablemente, aún más complicado en la española.
Ignacio Cosidó es senador del Partido Popular.