Más que una crisis de Gobierno, Rodriguez Zapatero ha debido abordar el pasado viernes una crisis en el Gobierno. La premura y la improvisación con la que se ha gestionado es buena prueba de ello. Al final el presidente se ha decidido por soltar lastre para llevar adelante el cambio de régimen que tiene diseñado, aún a riesgo de que su base política se estreche cada vez más.
La salida de José Bono del Ejecutivo no debería ser noticia. Lo noticioso, por incompresible, es que Bono haya aguantado dos años en el Gobierno Zapatero. La visión que el ministro de Defensa tenía y expresaba de España era diametralmente opuesta a la España plurinacional y confederal de su presidente. Su convicción de que no cabe ningún tipo de negociación política con los terroristas es contradictoria con el proceso de paz impulsado por Rodriguez. Su cercanía a unos valores morales que se sustentan en una raíz cristiana de nuestro país chocaba con el radicalismo laico y con el relativismo posmodernista de Zapatero. Tampoco Bono podía compartir el revanchismo histórico de su presidente, ni su creciente acercamiento al republicanismo.
El problema con Bono es que uno nunca sabe cuándo defiende cada una de esas posiciones por convicción o por mero tactismo político. Sorprende, por ejemplo, que haciendo ostentación de su condición de católico, haya optado en estos dos años no por una leal neutralidad en los conflictos entre el Gobierno y la Iglesia, sino por destacarse en sus descalificaciones y ataques a la jerarquía eclesial. En sus cálculos, esta era probablemente su posición menos rentable electoralmente en estos momentos y no dudaba por tanto en abandonarla.
Su coincidencia con las posiciones del Partido Popular en cuestiones claves, como el Estatuto de Cataluña o la lucha contra el terrorismo, la ha camuflado con la especial saña contra sus adversarios políticos utilizada tanto por sus constantes críticas a la guerra de Irak como por, sobre todo, una utilización del accidente del Yak-42 que ha sobrepasado todos los límites de los políticamente tolerable. Ambas cuestiones han sido utilizadas recurrentemente por Bono como coartada para no ser calificado de traidor por parte de los suyos.
En el exterior se le había complicado el panorama. Su doble juego con Estados Unidos resultaba demasiado burdo y terminó por estallarle entre las manos. Bono era al mismo tiempo el ministro que más explotaba en España la salida de las tropas de Irak y el que se presentaba en Washington como el mejor defensor de los intereses de Estados Unidos en el Gobierno. Con la venta de armas a Venezuela cometió un serio error de cálculo, al menos en términos políticos. Utilizar el nombre de Rumsfield en vano no es algo el jefe del Pentágono pueda consentir a nadie. Sus desmesuradas descalificaciones de la OTAN o de la Unión Europea le habían creado pocas simpatías entre sus colegas. Bono se sentía mucho más a gusto con un tipo como Chávez que con el "gili" de Blair.
El ministro de Defensa había abierto además numerosos frentes internos con un buen número de ministros. Los enfrentamientos con Moratinos eran constantes, porque el ministro de Defensa pretendía desarrollar una diplomacia paralela al margen del Gobierno. Con Interior ha habido una lucha soterrada pero intensa por el control de la Guardia Civil y varios incidentes por sus constantes intromisiones, a través del Centro Nacional de Inteligencia, en asuntos de Interior. Con Montilla la pelea vino por sus múltiples declaraciones sobre el Estatuto y por la resistencia a claudicar en Montjuic. Incluso con Hacienda había forzado la negociación más allá de lo razonable, amenazando con dimitir si no le daban los dineros para mejorar los sueldos y las condiciones de contratación de la tropa. Más allá de la guerra fría que mantenía con Zapatero, Pepe Bono tenía demasiados frentes calientes abiertos dentro del propio Consejo de Ministros.
La salida de Bono significa que la Economía, con la presencia de Pedro Solbes, es el único campo en el que Rodriguez Zapatero reserva, por ahora, cierto espacio para la moderación. El vicepresidente económico es ya el último vínculo que une al Gobierno Zapatero con la socialdemocracia de Felipe González, el resto es un grupo de recién llegados que todo lo deben al propio Zapatero dispuestos a dinamitar la España de la transición para reinventar un país estrictamente a su medida. Solbes será ahora el único bastión para tratar de detener el desmantelamiento financiero del Estado al que aspiran los aliados de Zapatero, pero estará cada vez más aislado hasta que salte en la próxima crisis.
El relevo en Defensa lo toma Jose Antonio Alonso. Su balance en Interior es peor que su imagen, aunque en el país de los ciegos el tuerto sea rey. Alonso se ha equivocado poco porque no ha hecho nada. Dejar el Ministerio a una semana de la primera manifestación pública de guardias civiles no es como para tirar cohetes. Tres policías nacionales están además pendientes de juicio por detención ilegal de militantes del partido en la oposición. El ministro ha reaccionado tarde ante todas las crisis: las avalanchas de inmigrantes en Ceuta y Melilla o ahora en Canarias. Legislativamente han sido dos años vacíos.
Para sustituirle se incorpora al Gobierno a Perez Rubalcaba, un hombre que no es ni del pasado ni del futuro, porque únicamente vive instalado en el presente de sí mismo. El Ministerio del Interior había estado hasta ahora al margen, al menos en apariencia, de las maniobras del presidente para llevar a ETA a una mesa de negociación. Pero en la fase que ahora comienza, era imposible que Interior estuviera ausente del "proceso". Rubalcaba parece llegar con el encargo de gestionar la "visión" que Zapatero debió tener una tarde en los jardines de La Moncloa sobre el fin de ETA. La incomodidad que este alquimista político pueda generar en el Partido Popular no sólo no es un obstáculo, sino que puede ser premeditada. Su designación como ministro del Interior es otro mal augurio para el proceso de negociación en el que nos encontramos. Su fama de hábil negociador se debe a que maneja sus principios como si fueran plastilina.