Es una constante histórica universal que los momentos de máxima debilidad interna de los Estados son aprovechados por los adversarios externos para plantear sus más graves desafíos. España tiene buena prueba de ello cuando ante la incertidumbre de un dictador agonizante, Hassan II lanzó la Marcha Verde sobre el Sahara Occidental, propiciando el abandono precipitado de nuestro país de aquel territorio y consumando una traición histórica al pueblo saharaui de la que aún somos deudores. En un momento en el que España consume buena parte de sus energías políticas en el debate de un Estatuto catalán que pone en entredicho nuestra cohesión como Nación, una nueva avalancha se cierne ahora sobre las ciudades españolas de Ceuta y Melilla, ante la impotencia de un Gobierno incapaz de garantizar la seguridad de nuestras fronteras.
La debilidad ha sido la principal seña de identidad del Gobierno de Rodriguez Zapatero desde su llegada al poder. La debilidad moral de un partido que ganó las elecciones contra todo pronóstico utilizando artes claramente contrarias a la ética democrática. La debilidad parlamentaria de una mayoría insuficiente que está sometida al chantaje permanente de un pequeño partido que tiene como objetivo último la destrucción del Estado al que paradójicamente contribuye a gobernar. La debilidad de un Presidente que alcanzó el poder de forma prematura y está demostrando una notable falta de talla política para poder afrontar los desafíos que se ciernen sobre nuestro país.
Esta debilidad está siendo aprovechada a fondo por aquellos que dentro de España tienen como objetivo la destrucción del Estado. En primer lugar, y como no podía ser de otra manera, los terroristas de ETA, que por primera vez en su ya larga historia ven la oportunidad de obtener la victoria, paradójicamente en su momento de mayor incapacidad criminal y cuando más acorralados se sentían política y socialmente. En esas circunstancias, el Presidente del Gobierno ha ofrecido a los terroristas tres cosas extremadamente valiosas: Primero, una justificación histórica a los casi mil asesinatos y al infinito dolor que esta banda terrorista ha causado a la sociedad española. Segundo, lograr buena parte de sus objetivos políticos en el marco de una mesa de negociación al margen de la legitimidad democrática del Parlamento. Tercero, compartir el poder junto con el Partido Socialista de Euskadi repitiendo el modelo que ya han ensayado con los independentistas catalanes. Todo esto por el módico precio de que declaren una tregua simbólica que permita al PSOE obtener anticipadamente los réditos electorales de una paz falsa.
La debilidad del Gobierno actual está siendo explotada a fondo también por aquellos nacionalistas radicales que buscan la plena independencia de sus comunidades respecto del conjunto de España. Este desafío ha encontrado perfiles muy precisos en el proyecto de Estatuto remitido por el Parlamento de Cataluña al Congreso de los Diputados. Es un proyecto que dinamita el concepto constitucional de Nación española, destruye la cohesión financiera del Estado, rompe la unidad de mercado de nuestra economía, segrega socialmente al pueblo catalán del español, aísla su cultura de nuestra raíz común y plantea un modelo de Estado confederal inviable para el conjunto de España. Es obvio que esta fórmula de semi-independencia fija además un horizonte abierto para las ansias de otras fuerzas nacionalistas radicales en el País Vasco, en Galicia e incluso para otros nacionalismos incipientes en otras comunidades autónomas.