La defensa de los valores no es exclusivamente una batalla política, sino también intelectual, cultural y social. La Iglesia Católica, como la institución social más importante de España, no puede quedar inane ante la guerra cultural con la que la izquierda pretende aniquilar los valores que están en la raíz de nuestra civilización y de nuestra Nación, valores que han forjado nuestro ser colectivo a lo largo de siglos de historia. Entre esos valores la protección de la familia tiene una especial relevancia porque resulta imprescindible para la propia supervivencia de nuestra sociedad, porque actúa como correa de trasmisión de esos valores de generación en generación y porque supone un primer círculo de solidaridad frente al estatismo que impregna la progresía actual.
Es evidente que la izquierda pretende arrinconar a la Iglesia en las sacristías y recluir el hecho religioso a un ámbito estrictamente privado, prohibiéndole cualquier manifestación pública. Saben que sólo así podrán doblegar una identidad cristiana muy arraigada en la sociedad española, pero que asume con resignación someterse a una cultura laicista que la élite política e intelectual de la izquierda gobernante está dispuesta a convertir en obligatoria. Así, frente a los valores que perviven en la familia se trata de imponer, a través del adoctrinamiento ideológico en las escuelas, los nuevos valores obligatorios del neosocialismo. Frente a una cultura de la vida que ha hecho de la dignidad de todo ser humano el fundamento de nuestra civilización se impone una nueva cultura de la muerte en la que el aborto, la eutanasia o la eugenesia se presentan como nuevos “derechos” a conquistar cuando atentan contra el primero de los derechos humanos que es el derecho a la vida. Una sociedad anclada en el puro materialismo, en el relativismo moral más absoluto y en la cultura de la muerte es una sociedad condenada al fracaso. Pero si los católicos salen a la calle a defender sus creencias es considerado por la izquierda como una agresión imperdonable al Estado y a la democracia.
La Iglesia ha hecho en la Plaza de Colón una buena demostración de su presencia y de su fortaleza en la sociedad. Lo ha hecho con un acto estrictamente religioso que ha generado una gran movilización social. Ha sido como el despertar de una conciencia colectiva que pervivía en muchas familias cristianas y en muchos católicos pero que se vivía desde la resignación y la soledad. Ha sido una gran fiesta de la familia, de la vida y de la alegría. Un ejemplo de civismo y de reafirmación de los propios valores desde el convencimiento, sin pretender imponérselos a los demás de forma obligatoria.
La defensa de esos valores no es exclusivamente una batalla política. Pero hay una parte importante de nuestra sociedad que cree firmemente en ellos y que los quiere ver reflejados en la esfera pública. Quiere que sus legítimos representantes, aquellos por los que votan de forma mayoritaria, defiendan con convicción y con inteligencia su libertad para expresar públicamente su Fe, el derecho a educar a sus hijos en sus propios valores, la supremacía de la vida como valor esencial. Todo lo demás puede ser opinable y sujeto a matices, pero hay principios que resultan irrenunciables.
La ofensiva ideológica lanzada desde la izquierda en el poder exige una respuesta en todos los ámbitos. La crisis económica no puede servir de tapadera al Gobierno para culminar un proceso de ingeniería cultural y social que cambie los valores morales de nuestra sociedad, que elimine cualquier atisbo de resistencia a la ideología dominante y que recluya la dimensión religiosa del ser humano a un ámbito estrictamente privado. Las miles de familia que acudieron este domingo a Madrid son un buen testimonio del compromiso con esos valores en nuestra sociedad.