Muchos españoles empezamos a tener la sensación de que estamos cada vez más desgobernados. Miles de “ocupas” invaden de forma ilegal en distintas ciudades españolas viviendas privadas ante la inacción, cuando no la comprensión, de las autoridades. Los terroristas han retomado las calles del País Vasco para darse su ración diaria de destrucción y fuego sin que parezca que nadie sea capaz de impedírselo. Casi un millón de inmigrantes irregulares han entrado en España en el último año ante la impotencia absoluta del Gobierno para contener la avalancha. Una delincuencia cada vez más violenta y organizada tiene atemorizada a una proporción cada vez mayor de la población española. Bandas de jóvenes extranjeros se apoderan en algunas ciudades de los espacios públicos provocando a su vez reacciones violentas de jóvenes españoles, mientras el Gobierno se limita a negar que exista problema alguno. Al mismo tiempo, miles de guardias civiles se manifiestan de uniforme por las calles de Madrid, sin que el ministro de Defensa vea en principio nada ilegal en ello.
Son sólo algunos ejemplos, heterogéneos pero significativos, que demuestran como este país se precipita aceleradamente hacia el desgobierno. Es como si en la España de Zapatero se estuviera produciendo una quiebra evidente de principios que resultan fundamentales para poder asegurar la convivencia democrática, como el principio de legalidad, el principio de autoridad democrática o la legitimidad del Estado para utilizar en último caso su poder coercitivo para defender a la sociedad.
La ruptura del principio de legalidad viene dada en primer lugar por la incapacidad del Gobierno para hacer cumplir las leyes. Es el caso de los partidos ilegales que actúan como si fueran legales, los “ocupas” que invaden impunemente las casas o los inmigrantes irregulares que entran por millones en nuestro país. Nuestra legislación garantiza que no es posible hacer política sin condenar la violencia, asegura el derecho a la propiedad privada y exige un permiso a los extranjeros para poder residir en nuestro país, pero el Gobierno se ve impotente para hacer cumplir esos preceptos. Y no se trata tanto de carencia de medios, sino esencialmente de una falta de voluntad política para hacer cumplir las normas. Es más, para Zapatero, la aplicación de la Ley debe supeditarse en todo caso a las circunstancias sociales del momento.
Hay además una quiebra con este Gobierno del principio de autoridad democrática. Zapatero considera que gobernar consiste únicamente en dialogar, pero que el Estado carece de legitimidad para imponer nada a nadie, ni siquiera en cumplimiento de la legalidad. Hay una impresión de desgobierno en muchos ministerios, de falta de dirección en todos los ámbitos, de constantes contradicciones entre los propios ministros y el presidente.
Existe por último en el Gobierno una renuncia expresa al uso del poder coercitivo del Estado que invita permanentemente al desorden. Un aeropuerto puede ser secuestrado durante horas por un grupo de trabajadores sin que la policía intervenga para evitar supuestos males mayores. Se cancela una cumbre europea de ministros porque no se quiere provocar a un grupo de alborotadores. El terrorismo callejero se expande por las calles del País Vasco pero el Gobierno prefiere mirar para otro lado no se vayan a extinguir sus expectativas de paz. En el ámbito exterior, se considera que el uso de la fuerza es siempre contraproducente para hacer frente a cualquier amenaza, ya sea el terrorismo o la proliferación de armas de destrucción masiva por parte de regímenes totalitarios. La única vía es apaciguar a los terroristas y a los tiranos a través del diálogo o incluso aliarnos con ellos sino conseguimos persuadirles.
Aún peor, el Estado se vacía de competencias ante el chantaje de las fuerzas nacionalistas que mantienen a Rodriguez Zapatero en el poder y el Gobierno inicia un proceso de negociación política con los terroristas que supone en si misma una seria amenaza para la integridad del Estado. Existe por tanto el riesgo de que Zapatero esté creando las circunstancias para que el actual desgobierno coyuntural se pueda convertir en un desgobierno estructural y permanente.
Rodriguez Zapatero se definió hace ya algunos años como un libertario. Ahora en el poder se mantiene fiel a esa ideología a la que repele todo principio de autoridad. Las consecuencias no pueden estar siendo más negativas para nuestra convivencia, con una sensación de desorden generalizado que se expande cada vez más en la sociedad española. Nuestra esperanza es que contamos al menos con una alternativa, el Partido Popular, que considera los principios de legalidad, de seguridad, de autoridad y de orden como valores imprescindibles para ejercer una acción responsable de gobierno. Unos principios que gran parte de la izquierda española ve como reaccionarios, pero sin los cuáles no puede sobrevivir ninguna sociedad democrática.