La política antiterrorista de los Gobiernos de Aznar demostró que el único camino para la derrota del terrorismo es el que marca el Estado de Derecho y la firmeza democrática. En las últimas semanas estamos asistiendo por parte de dirigentes del PSOE a discursos que tratan de justificar otras vías, como la guerra sucia. Así, el ex presidente del Gobierno, Felipe González, planteaba recientemente sus dudas sobre la conveniencia de asesinatos extrajudiciales por parte del Estado como una forma eficaz de lucha contra el terrorismo. Es esencial condenar estas afirmaciones porque además de generar confusión e incertidumbre sobre la política antiterrorista, constituyen errores que deben ser públicamente reprobados. El silencio ante afirmación de esta naturaleza se convierte en cómplice de esas vías.
Como han probado los Tribunales de Justicia, los autodenominados Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL) fueron creados ilícitamente a principios de la década de los ochenta por funcionarios del Ministerio del Interior, en connivencia con sus máximos responsables políticos. Los GAL desarrollaron principalmente su actividad terrorista en Francia. Desde el secuestro del ciudadano francés Segundo Marey el 4 de diciembre de 1983 hasta el 24 de julio de 1987, en que tuvo lugar su última acción terrorista contra Juan Carlos García Goena, los GAL asesinaron a un total de 28 personas, algunas de las cuales carecían de cualquier tipo de relación con el terrorismo.
Las posteriores investigaciones desarrolladas por los jueces y fiscales en relación con la utilización ilegal de los fondos reservados y la guerra sucia contra el terrorismo nunca contaron con el apoyo del Gobierno socialista. Son innumerables las declaraciones de altos dirigentes del Gobierno y del PSOE, incluyendo las del actual Vicepresidente Primero del Gobierno y Ministro del Interior, Alfredo Pérez Rubalcaba, descalificando aquellas investigaciones y negando todas las ilegalidades que se habían cometido.
Ahora es el propio ex presidente del Gobierno durante aquellos hechos quién reconoce públicamente su participación. "Tuve una sola oportunidad en mi vida de dar una orden para liquidar a toda la cúpula de ETA. No se trataba de unas operaciones ordinarias de la lucha contra el terrorismo: nuestra gente había detectado –no digo quiénes– el lugar y el día de una reunión de la cúpula de ETA en el sur de Francia. De toda la dirección. Ni te cuento las implicaciones que tenía actuar en territorio francés (...) pero el hecho descarnado era: existe la posibilidad de volarlos a todos y descabezarlos. La decisión es sí o no. Lo simplifico, dije: no. Y añado a esto: todavía no sé si hice lo correcto".
Estas revelaciones tienen una enorme gravedad. Por un lado, es la primera vez que el entonces presidente del Gobierno reconoce fehacientemente su conocimiento sobre actividades relacionadas con la guerra sucia. Por otro, plantea una duda sobre esta cuestión que resulta inadmisible tanto en términos morales como políticos.
Los GAL constituyeron una de las páginas más negras de nuestra historia democrática. Su creación y actividad no solo atentó contra los más elementales principios morales, sino que supusieron también un error estratégico de primer orden que retrasó con toda probabilidad la derrota del terrorismo durante años. El Estado de Derecho quedó debilitado, las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad desmoralizadas y la sociedad española engañada e indignada por el uso de fondos públicos no solo para actividades ilícitas, sino para el enriquecimiento personal de los autores de esos actos.
Hay quien piensa que los GAL pueden tener una justificación moral porque el fin, como plantea González, justifica los medios. Aún más pueden ser los que crean que es mejor olvidar estos episodios y no condenarlos porque debilitan nuestro Estado de Derecho y resquebrajan la actual unidad de los demócratas en la lucha contra el terror. Mi opinión es justo la contraria. Es esencial recordar para no volver a caer nunca en los errores del pasado. Lo que fortalece nuestro Estado de Derecho es su capacidad para actuar contra todo aquel que se salte los límites de la Ley. Lo que nos une en la lucha contra el terror son unos principios absolutamente incompatibles con estas actuaciones. Y nuestra legitimidad y fuerza para combatir a los terroristas tiene su fundamento precisamente en el abismo moral que nos separa de los asesinos. Por eso es fundamental condenar la vergüenza.