La primera perspectiva es la propia del debate, muy importante en el pasado, pero hoy preterido, de cuál es el papel del Cristianismo en la conformación de España como nación. La segunda perspectiva, es más reciente. La festividad de Santiago Apóstol, patrón de España y el debate suscitado en la Conferencia Episcopal Española por los cardenales Rouco y Cañizares son dos buenos motivos para reflexionar sobre esta cuestión: ¿es la unidad de España un bien moral?
Cualquier reflexión cristiana sobre España debe partir de una primera premisa y es el respeto a la verdad. Sin verdad no hay cristianismo. La sentencia evangélica –"la verdad os hará libres" (Jn. 8, 32)– constituye un presupuesto no negociable para cualquier reflexión cristiana. Y ese presupuesto existe para la moral privada y también para la moral pública. Así lo dijo la Conferencia Episcopal Española: "la vida política tiene también sus exigencias morales".
Partiendo de esta idea hay que sentar una segunda premisa: independientemente de cómo se la califique políticamente ("Nación", "Estado", "patria", "país",...), España es una realidad y no una invención. Es más, se trata de una realidad reconocida en la mismísima Sagrada Escritura. San Pablo, en su Carta a los Romanos, por dos veces, menciona a España (Hispania), al anunciar un viaje de evangelización (Rom 15:24 y 15:28). En consecuencia, el respeto a la verdad exige reconocer que España existe desde los tiempos apostólicos.
Las palabras de la Sagrada Escritura son las mismas Palabras de Dios convertidas en palabras del hombre. Las Sagradas Escrituras por ser sagradas para el cristiano, poseen una confiabilidad por la cual nosotros podemos poner toda nuestra confianza sobre lo que debemos creer y cómo debemos de actuar. Esta confiabilidad está basada sobre lo que la Iglesia llama inerrancia. Pío XII lo dejó bien claro:
"escritos [los libros de la Biblia] bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor, y como tales fueron confiados a la misma Iglesia... [esta es] doctrina católica, que para los libros enteros con todas sus partes reivindica una tal autoridad divina, que está inmune de cualquier error"
Las dos premisas anteriores no suponen, de momento, que la unidad política de España sea un bien moral, pero sí implican que una actuación moralmente buena no puede mentir o falsear que España existe. Ahora bien, estas premisas constituyen un criterio moral para analizar las ideologías de los nacionalismos y separatismos que han surgido en España. En este momento del razonamiento, no podemos, aún, dictaminar que los nacionalismos o separatismos sean, en sí mismos, moralmente malos. Ahora bien, sí podemos dictaminar que aquellos nacionalismos o separatismos que niegan la existencia de España son moralmente malos, por rechazar una verdad. Siguiendo el razonamiento establecido hasta aquí, aquellas ideologías que no sólo pretenden la independencia de determinados territorios, sino que además, niegan que España exista o haya existido, son moralmente malos.
A este respecto, junto al análisis de los textos fundadores de esos nacionalismos o separatismos, el lenguaje habitual es un indicio importante para evaluar la moralidad de los proyectos separatistas. Allí donde, deliberadamente, se oculta la palabra "España" siendo sustituida, sistemáticamente, por otras palabras o expresiones (como el "Estado", sin siquiera la adjetivación de "español"), existe un discurso moralmente malo por cuanto rechaza conscientemente la verdad. El ejemplo más elocuente de ello es el discurso del nacionalismo vasco donde no sólo se pretende la independencia de las provincias vascas, sino que se evita, sistemáticamente, mencionar la palabra "España". Los obispos de las diócesis vascas tienen así la grave responsabilidad de denunciar el silenciamiento consciente de la verdad. ¿Se habrá llegado en alguna celebración religiosa en las diócesis vascas a omitir o mutar la palabra "España" cuando haya cumplido leer en un acto religioso la Carta de San Pablo a los Romanos?
El hecho de que algunos nacionalismos, los que niegan la existencia de España, puedan ser calificados de inmorales, no deja aún resuelta la cuestión de la calificación moral de aquellos nacionalismos que pretenderían la independencia política de determinados territorios sin negar la existencia de España en otras dimensiones. Desde este punto de vista, cabría analizar la moralidad de las propuestas que negasen a España el calificativo de "Nación" pero no su existencia bajo otro tipo de calificativo. Un tal planteamiento, de darse, equipararía estos nacionalismos separatistas a los nacionalismos de los Estados-nación europeos que afirman la existencia de sus naciones sin negar, en ningún momento, por respeto a la verdad, que forman parte de Europa.
Conviene observar, a este respecto, que los Estados-nación europeos, que reconocen la existencia de sus naciones, pero también de Europa, impulsan el proceso de unidad europea, por considerar que el mismo es bueno. Sin embargo, nada impediría reconocer la existencia cultural de Europa y, sin embargo, oponerse a su unidad política. Lo que resultaría inmoral, por cuanto falso, sería el negar la unidad cultural europea por esas entidades políticamente independientes.
De aquí se extrae una primera conclusión. En este momento del razonamiento, los nacionalismos o separatismos surgidos en España podrían ser lícitos en cuanto pretendan una independencia política, pero resultarían inmorales en cuanto nieguen, oculten, tergiversen o falsifiquen la unidad cultural española.
Sentados las ideas que permiten calificar como moralmente aceptables o inaceptables las ideologías nacionalistas, la siguiente cuestión es la de considerar si la afirmación de España como unidad, no sólo cultural, sino también política, es buena moralmente.
La historia de España, se convierte, así, en un criterio indispensable para este juicio moral. ¿Ha sido la unidad de España un bien moral para la Iglesia?
El primer gran momento de nuestra historia en donde esto ha podido verse fue el III Concilio de Toledo, celebrado el 8 de mayo de 589. Este acontecimiento, hoy tan silenciado, ha sido calificado, no sin razones, por algunos, como el acta de nacimiento de la Nación Española. En aquel momento, España era una unidad políticamente independiente. El poder político utilizó la unidad para favorecer la ortodoxia de la Iglesia Católica, lo cual hubiese sido notoriamente más difícil de no haber existido un poder político centralizado. En el III Concilio de Toledo, vemos las dos perspectivas apuntadas al inicio de este escrito: por un lado, el poder político obtuvo un reforzamiento de su posición gracias al apoyo que le brindó la Iglesia Católica... pero, por otro, la Iglesia Católica pudo más eficazmente combatir las doctrinas heteredoxas gracias al hecho de que hubiera una unidad política.
Lo mismo ocurrió en el momento de la Reconquista. Vista desde los intereses de la Iglesia (y no desde la perspectiva política), la expansión de la fe católica se vio notoriamente favorecida cuando los reinos independientes existentes en España actuaron concertadamente. El caso más señalado fue, sin duda, la batalla de las Navas de Tolosa, 1212. Igualmente, y desde la perspectiva cristiana (y no política), la derrota del islam en Lepanto (1571) fue posible porque España era una unidad política. De no haberlo sido, las dificultades para reunir una flota suficiente quizá habrían hecho imposible la victoria.
Antes se hablaba de lo que España debe al cristianismo, que es ciertamente mucho. Pero sólo ahora, cuando se ha producido una aceleración vertiginosa del proceso de desmembración territorial se ha planteado la cuestión de lo que la Iglesia debe a España. El hecho de que España haya sido una unidad, y que esa unidad haya sido puesta al servicio de los intereses de la Iglesia, ha permitido a ésta logros que, de estar España fragmentada políticamente, hubiesen sido altamente improbables. Por tanto, la unidad de España, indiscutiblemente, ha sido un bien moral. Ahora, la lectura de ciertos preceptos de los nuevos Estatutos catalán y andaluz nos revela que el proceso de desmembración parece ir paralelo a un debilitamiento de la convergencia de las leyes con las exigencias de la moralidad católica. En consecuencia, hoy en día, podemos afirmar que la unidad de España es un bien moral. Que España como unidad política pueda o no ser en el futuro moralmente buena para la Iglesia es algo que sólo el tiempo dirá.