En todo caso, para sobreponerse a tanto engaño parece aconsejable seguir tres o cuatro consejos. El primero es reconocer que la demagogia no es una ideología sino una práctica política, es decir, no requiere de grandes esfuerzos intelectuales ni de grandes talentos. Es una práctica política antes que una ideología más o menos coherente y elaborada. En verdad, la demagogia es el uso público de la palabra con intención de engañar. Permanentemente y sin ningún recato o autolimitación. Cuanto más grande la mentira, sin duda alguna, mejor será el demagogo. Se trata de mentir con aplomo y facundia, por ejemplo, repetir hasta el hartazgo que no hay crisis económica, según Zapatero, convierte a los españoles en patriotas y, por supuesto, a él en un extraordinario demagogo.
Segundo, es menester conllevar la demagogia con dignidad, o sea, combatirla continuamente a través de la risa e ironía para lo cual nada mejor que recordar que la diferencia es mínima entre la demagogia antigua y la actual. La lectura de los clásicos del pensamiento político nos ayudará a conllevar la demagogia; en cualquier caso, hay que tener presente que la singularidad de la actual es que se ejerce con medios más potentes que en el pasado. Los medios de comunicación son en verdad la gran diferencia. La demagogia antigua manipulaba multitudes, mientras que la actual transforma esas multitudes en masas a su disposición. El mundo antiguo manipulaba la multitud hasta donde se oía la voz del demagogo. Hoy, la cosa es más perversa, porque el demagogo sólo aspira a convertir la pluralidad humana en multiplicidad animal: la democracia no es el respeto de la minoría, menos de la objeción de conciencia, sino moldear las mayorías sin escrúpulos morales.
En tercer lugar, tampoco deberíamos privarnos de distinguir entre las diferentes formas de demagogia, por ejemplo, falacias del tipo "el ambiente del Congreso del PP de Barcelona fue muy agradable", falsos dilemas: o nacionalismo o socialismo, estadísticas fuera de contexto, demonización del adversario (¡que viene la derecha!), tácticas de despiste ("Un rey muy republicano"), manipulación del lenguaje ("miembras"…), omisiones y, sobre todo, utilización del lenguaje para enmascarar la realidad según el canon, lo políticamente correcto: en este ámbito la demagogia no sólo impide pensar sino que también, y esto es aún más grave, impide hablar.
En efecto, en mi opinión, la peor forma de demagogia es lo que hoy pasa por ser lo políticamente correcto. Nada fuera de esa terrorífica agenda, o como se llame a lo políticamente correcto, puede ser tratado en los ámbitos públicos. Ni siquiera mencionarlo… Otro día hablaré de esta terrible lacra, mientras tanto no deberíamos olvidar que una sociedad democrática sabe que todo es susceptible de ser polítizado, pero hay asuntos humanos, generalmente todos los que pertenecen al terreno de la intimidad, la conciencia y la privacidad, que si se politizan, o peor, instrumentalizan en provecho de una ideología o un partido político caemos fácilmente en la barbarie y el totalitarismo. Por ahí va la actual sociedad española. Pastoreada por un Gobierno que ha hecho de la demagogia su forma de vida, la sociedad española parece que tendrá que resignarse o, por el contrario, enfrentarse a los tres nuevos dictados del PSOE: aborto libre y gratuito, eutanasia para todos y desaparición de los católicos de la vida pública. De política genuina, o sea, democrática, nada.
La vuelta al totalitarismo, o mejor, el afianzamiento de los principios totalitarios del PSOE es la conclusión más relevante del 37º Congreso del PSOE. En efecto, malo, incluso perverso, es la manipulación de un campeonato de fútbol, una obra de arte, una comida familiar, un viaje a la soledad, o cuando cualquier expresión humana ajena, en principio, a los dictados de un partido político, que debería preocuparse por los asuntos comunes; pero es, sin duda alguna, mucho peor el uso perverso de las creencias y costumbres más arraigadas en las conciencias personales de los seres humanos. He ahí la verdadera obsesión del actual PSOE. Es cierto que, históricamente, el PSOE, desde su creación hasta hoy, y excepto el paréntesis de cuarenta años de vacaciones que pasó durante el régimen de Franco, tuvo esa pretensión de ocupación de todo el espacio social y político por un lado, y privado e íntimo por otro, pero en la Transición atemperó esa pretensión totalitaria por motivos de oportunidad. Atemperó su totalitarismo, porque entonces le tocaba jugar al oportunismo, o sea, tenía que aceptar las reglas que le proponían quienes eran los verdaderos protagonistas de la Transición: franquistas y antifranquistas. Unos y otros firmaban un pacto de no agresión mutua para el futuro. Eso fue, en sentido estricto, la Transición.
¿Dónde estaban entonces los socialistas entre los franquistas o los antifranquistas? Es evidente que estaban de vacaciones. Han sido las vacaciones más largas de la historia, casi 40 años; por eso, sin duda alguna, ese partido está tan lleno de franquistas como de antifranquistas, especialmente procedentes del viejo PCE. Pero, a lo que íbamos, todo el totalitarismo que el PSOE atemperó, por motivos de oportunismo, vuelve a surgir ahora por motivos no menos oportunistas. Si en el pasado aceptó la mención a la Iglesia Católica en la Constitución, o la actual ley de despenalización del aborto, porque no tenía fuerza política ni legitimidad histórica alguna para decir otra cosa que lo propuesto por todos los partidos políticos, o peor, no se atrevía a mostrar su verdadero rostro totalitario, hoy, después de no tener ideología democrática ni agenda política sensata, quieren cambiar lo que aceptaron en el 78.
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